¿Qué dice de una persona su nombre? Para los hebreos, el nombre definía la identidad. Jodorowsky (2008) afirma que Dios da el verdadero nombre. Lo dice en alusión a Juan Bautista, a quien le fue puesto por instrucción del ángel Gabriel. ¿Debiera ocurrir así con todo el mundo? Por lo pronto, ocurre con el hombre renacido.
En la tradición hebrea era usual que después del replanteamiento del proyecto de vida (conversión [metanoia]) también cambiara el nombre. Ejemplo de eso lo fue Jacob por Israel; Simón por Pedro; Saulo por Pablo, etc. Este segundo nombre correspondía a la aceptación de un bautismo divino que definía la más auténtica realidad del ser. ¿Cuál es mi verdadero nombre? ¡Ese que Dios me asignó! Cada uno debe encontrarlo.
Cuando Moisés preguntó a Dios por su nombre, éste le contestó: “Yo soy el que soy, ese es mi nombre” (1998). En realidad, con su respuesta le dio a entender que era indefinible, que no existe manera de nombrarlo, que hay que conformarse con saber que “es lo que es, lo que tiene existencia”, o tal vez “mi nombre es sin nombre”. Lo menciono así porque a Manóaj, padre de Sansón, le contestó el ángel de Dios: “¿Por qué me preguntas el nombre, si es misterioso?”, maravilloso e incomprensible (Jc. 13, 18).
También a Jacob, después de un combate cuerpo a cuerpo del que salió victorioso, el contrincante le dijo: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y has vencido. Entonces Jacob le preguntó por su nombre y él dijo: ¿Para qué preguntas por mi nombre? Y le bendijo allí mismo” (Gn 32, 29-30). Pareciera que el nombre de Dios resulta imposible a la comprensión humana.
El nombre contiene el deseo de los padres y en éste, el deseo ancestral. Pero cada persona puede dar su propio sentido al deseo ancestral. Cualquiera puede indagar sobre la historia de su nombre y encontrar una justificación a los ojos de quienes lo eligieron. La causa puede ser irrelevante, por ejemplo: que era un nombre de moda; que sonaba bien; que así se llamaba uno de los padres, etc.
Son pocos los padres que analizan la importancia del nombre en la identidad. Investigar el significado de los nombres puede ayudar a asignar bonitos y adecuados nombres para las personas. Muchas veces se ponen nombres desafortunados por su significado, por ejemplo: Claudia, que proviene del latín y significa “cojo, lisiado”. Es difícil pensar que alguien bautizó con ese nombre a su hija conociendo el significado. Un hijo es importante como para improvisar su nombre. Así pues, en el nombre elegido por los padres, se encuentra una historia que cargar o asumir.
Cuando el hijo tiene uso de razón puede realizar una revisión de su ser, y con esa revisión, requerir actualizar hasta su nombre: su núcleo. Al tomar conciencia de sí, puede despojarse de cargas que ya no está dispuesto a asumir. Por ejemplo, llevar un nombre de un hermano mayor fallecido no es la mejor piedra angular para fincar la propia vida. Se puede llevar el mismo nombre, pero asumirlo con un sentido diferente. Este esfuerzo deliberado corresponde al segundo nacimiento, al nacimiento a una vida abierta a la conciencia. El relato que sigue puede servir para introducir la idea de que el propio ser es un misterio que hay que experimentar:
“Soñé que escribía en vano mi nombre en un papel... mi nombre no podía ser captado por mi pluma. No es posible nombrarlo con acierto porque la palabra captura una imagen de la película y no la película. Así es el pensamiento, no puede captar la esencia del nombre. El nombre, me dije (mientras rompía la hoja y los fragmentos caían sobre el cauce del río), es como este río limpio que fluye... soy una experiencia que no se puede nombrar. Si pudiera experimentarme, no sabría de dónde vengo ni adónde voy, pero me sentiría vital y pleno (Jn 3, 8). Al intentar comprender o pensarme, me pierdo a mí mismo, escapo a mi conciencia... no soy. Mi verdadero ser no puede pensarse ni nombrarse; sólo puede experimentarse... incluso por mí”.
Recurro al pensamiento judeocristiano porque constituye la raíz de nuestro pensamiento, independientemente de si se es o no creyente. Nadie pierde el tiempo cuando estudia el texto sagrado con sinceridad y con interés de abrirse a la multiplicidad de sentido. En síntesis: el nombre comunica que alguien ha nacido pero, como lo dijera Fromm (1964), quizá la vida entera sea un esfuerzo por nacer. ¡Qué trágico sería morir sin haber nacido!
Bibliografía