Sólo sé que el momento es lo que tiene, como una semilla, todo el conjunto:
El árbol desplegado, los pájaros, los nidos,
la frescura del aire, la humedad de los frutos, los gritos de los niños desatados.
Una mujer distrae el pensamiento, desatando el sentir con su presencia.
Pasa y su belleza deja una limpia semilla atrapada en los ojos del corazón.
Entre el cielo y la tierra se levanta
fina luz del espíritu libre, tu presencia,
tan etérea a veces, ilusoria
como el sueño del viaje hacia la tierra ignota
de los fecundos ríos.
Presente en el quehacer del hombre que te busca,
cazador sin fronteras, perseguidor de sueños, te cambias los atuendos,
pronto eres la gacela, la torcaza, la trucha, la palmera…
la sombra del que busca y hasta el mismo que busca.
Las gotas de tu herida indican el camino
y el hombre que te busca, ambicioso, va siguiendo tu huella.
No hay nada como el gozo de atrapar a la caza a la orilla de todo,
en el instante mismo que tiene el sentimiento de que es libre de todo,
y entonces se desnuda y se queda atrapada
en la mirada ardiente del cazador que alcanza.
El amor es cabrón y por eso le temen.
¿Quién podría pensar que el placer intenso acabaría
en un dolor de huesos, en tristeza,
en una depresión inexorable, en ganas de morirse sin motivo?
El amor es cabrón, ¿quién lo creyera?,
y nuestro mundo actual igual que hace tres siglos
las señoritas rondan, sintiendo, enardecidas, que todo lo merecen
porque son, porque sí, porque el mundo es para ellas totalmente,
y entonces al igual que los ratones
se meten en sus cuevas y se quedan
hieráticas, como si muertas, esperando
que el fuego se consuma, se deprima,
que una ráfaga de viento la termine,
que una lluvia muy fina la suprima.
Y cuando el fuego es soportable salen,
asoman la cabeza y se pasean orondas, presumiendo sus dones,
hasta que el fuego sube inesperado,
animoso y ajeno a toda voluntad, a su sentido
El amor es cabrón y ellas se esconden, temerosas del fin indispensable.
Parece que no saben que el amor es la casa soleada de la muerte.
I
Una calle tranquila, una noche de lluvia;
los árboles besados por el viento se mecen como niños
en los brazos de las madres que arropan
los sentimientos negros de la vida
bajo la luz del árbol mortecina…
II
Bajo la lluvia oscura te quedaste sentada en mis rodillas.
Esperabas que fuera el atacante de tu belleza intensa tan expuesta,
pero tu alma saltaba como un canario ansioso en una jaula justa
y tus ojos saltaban esperando el asalto.
Mi corazón sintió tu corazón dolido y te abracé muy fuerte
y tus huesos tronaron como barrotes rotos
liberando las penas del amor contenido.
III
Cuando te vi la tarde de un domingo temprano,
despertaste al momento la soledad dormida
y el cuerpo sumergido en su pozo altanero
rompió de un movimiento sus cadenas potentes.
Hablamos de la muerte esta mañana frente a una taza de café,
como si hermanos,
con la tristeza triste propia de la nostalgia
que va por estas calles como caballo libre
en las sabanas llenas de flores de poleo,
en tanto que el café en la taza iba a la baja.
Nuestras almas crecían entendiendo
las creencias muy necias que sostienen
el miedo de morir luego de nada
Porque la vida va semejando un camino por el que vamos lentos, ansiosos, presurosos,
con la ilusión tejiéndonos las trenzas y el viento
resoplando en los cornetes igual que un toro en brama…
hablamos de la muerte, sustentando la bondad de los huesos,
la salina expulsada por los poros, la rabia contenida por la historia
y el pulso de la gente caminando con una sola idea en la cabeza.
¿Cree usted que la muerte acaba todo?
* Del libro inédito Poemas de no amor