Efluvios de metal en mar que persevera ávido de fértil suelo: ofrenda en la razón del semen.
Perpetuo empeño de la especie. Piedras que no dicen edad ni recuerdan.
Germinaste sangre en idiomas que nunca aprende uno. Tus sueños inconclusos sembraron pura ausencia. Por azar infinito soy el hijo.
En trinidad de laberintos emerjo de la caverna a insólita aventura.
¿Almas? Apenas distinguías los rostros de tu huella en ciernes. En el cuenco de tu mano nuestra ración de pan era briznas de ceniza.
En tu crisol al fuego nos diste ojos escaldados.
Para la piel en celo.
Desafiabas climas en tu carro de madera, aunque llorabas como niño por asuntos tan triviales.
Entonces hubiera querido arrullarte en mi regazo como tú nunca procuraste, pero tu sino era de padre: no se doblaba con caricias.
Partes en el cobijo de íntimos sueños. Dejas un cuerpo que a nadie pertenece.
El que expira tiene voz de peso incalculable y tiempo que nubla los espejos.
Lude el polvo las letras de todo tu apellido: árbol sin hojas en medio del camino.
Ahora somos todos o ninguno.
La arteria más fina del sigilo.
Tenemos apenas el eco de tu nombre.
Mi nombre nace de la nada. Espero días como el roto cristal de una ventana, zapato que lame agua de lluvia.
Nadie es réplica perfecta del espejo que nos mira. Soy péndulo que marca tiempo en carne y huesos. Cuadrante de pájaros que encallan su tristeza en parques de putas desdentadas.
Por eso la lluvia musita en mi corazón viejas historias, disueltas en la espuma del asfalto. Y me duelen los labios de balbucear amor como un demente.
Los dioses paganos juegan a la suerte mi destino. Mi pensamiento es un tóxico artefacto, delirio de presagios fielmente cumplidos —mi bestia acaricia el lomo de la noche.
La hierba musita melodías que mi cuerpo aprende.
Los siglos de la especie operan en secreto mi memoria.