Se estaba bañando y la miró. Detenida sobre uno de los muros del cuarto de baño le hacía saber su amenaza. Con calma desesperante articulaba sus patas y giraba la cabeza, como alguna vez había visto la miss Arlette que hacían. De este modo se presentaba mayormente siniestra. Los ojillos no le parecían hechos para el tamaño de la coraza encerada que llevaba: eran, en juego con la cabeza, lo más parecidos al casco de un piloto de avión bélico de tiempos modernos. Volvió del primer pasmo pensando correrse el jabón lo más pronto posible. En especial la resbalosidad la hacía sentirse nada segura. Se retiraba el fragante y espumoso turbante de la cabeza cuando con sus tres centímetros y medio de largo voló y le aterrizó en la cabeza, y atribulada por el agua y el escándalo de las manos, se internó en los cabellos largos, finos y claros de la miss Arlette. Aterrorizada la sentía moverse y enredarse cada vez más con sus sierrudas patas. Ahí estaba, batiéndose y enmarañándose cada vez de manera más siniestra en la todavía embetunada cabeza de la miss Arlette. Al borde del desfallecimiento, la miss Arlette dio mayor paso al agua desde el grifo para, libre de espuma, poder enfrentarla de manera más clara. El quicio se le hacía estropicios a la miss Arlette. Pero no podía quedar ahí, infartada a muerte. Alcanzó a sobreponerse y pensar en lo penoso que sería que la más distinguida miss de un colegio particular de renombre de la ciudad, muriera por el horror de enfrentar en el baño rosa de su casa, un ortóptero. ¿Cómo ahí, en su baño tan fino, tan hermosamente cuidado, con jabones de peces de colores y un papel de baño que despedía aromas primaverales? Le parecía el colmo del mal gusto que si perecía ahí, tuviera que mostrar desde el cristal de su féretro para quienes quisieran pasar a mirarla, el rictus aberrante con el que la había dejado el enemigo. Era lo que más la fastidiaba.
El detergente se había ido y resolvió entregarse obstinados puñetazos sobre la crisma (la crisma de pollito de miss Arlette) para verla muerta, pero desistió porque no podría soportar sentirla allí, en la cima de su humanidad, aplastada y mostrando su terrible y asqueroso intestinaje blancuzco que semejaría una gelatina de leche mal cuajada. Además escucharla tronar resultaba poco más que demencial. Esta vez quiso sacarse una sandalia (tan bellamente rosadas las sandalias para agua de miss Arlette) y con ella golpearse, pero no halló manera de llevarlo a cabo (la miss Arlette, siempre cuidando no agredir el agraciado pero falso rostro de la delicadeza y las buenas maneras, aún delante de la abominalidad). Entonces determinó ir de cabeza contra los muros y aniquilarla de un solo golpe, tan fuerte y eficaz que ni siquiera permitiría quitinesco tronido alguno, a más que descompondríase toda aquella materia blancuzca que aborrecía a muerte. Pero se contuvo porque entonces al abrir el grifo para despedirse los restos del enemigo, éstos le harían camino por entre el cuerpo y quizá más de alguno le anidaría, aunque por instantes, en los abermejados vellos de su pubis breve.
Nadie había en casa para asistir en auxilio a miss Arlette (no lo había habido en veinticinco años que llevaba viviendo sola) y el tamaño de su angustia. Sólo estaban ella, su hermoso baño rosa como de muñecas y el gran silencio de la casa. Resolvió lo que hubiera hecho nunca la miss Arlette, que fue pelearse con las buenas maneras, despedazar su arredro y adentrarse los dedos en los cabellos enmarañados hasta sentirla segura entre sus yemas, combatiendo todavía por darse a la fuga, y desprenderla para verla atorarse en un último mechón y luego volver a reasirla y dar con tan aberrante ser al piso, retirar la rejilla de desagüe y formar acuclillada prontamente olas sobre el enemigo hasta verlo torcer el borde patas arriba para nunca más imaginarlo. Estaba turbada miss Arlette y lloró bajo el agua de la regadera que le bañaba el menudo cuerpo desnudo, la cintura de avispa y el busto de azucenas.
Yo supongo que miss Arlette no sabe que las cucarachas se trasladan hacia toda la casa a través de los albañales. Debió matar ese animal. Ahora, dentífrico en mano, se dirige hacia el lavabo porque aseará su boca.