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Juan Díaz, de la etnia tzotzil

Ensayo

Adelfa Martín

México

Salió muy temprano de su casa, con el burro cargado hasta el tope, llevando los cántaros de barro, caminos de mesa, servilletas, algunas cestas y otras cositas de las que hacen las mujeres de la casa, junto con otras vecinas, y que tanto les ayudan para redondearse el sustento. Este es un viaje que hace cada semana, o como mucho, cada 15 días, pues desde la sierra hasta la ciudad, con los caminos como están en estas épocas de lluvia, son por lo menos tres horas de ida y tres de vuelta, y eso con suerte, pues muchas veces se queda por allá a dormir en cualquier rincón que encuentra, si no ha terminado de vender la mercancía. Él como sea, pues siempre se lleva un envoltorio con tortilla, algo de chicharrón y un jarro bien llenito de pozol, y más para preparar, pero al pobre burro a veces lo único que consigue para darle es agua, hasta que viene comiendo yerbajos que encuentra en el camino de regreso.

Su mujer y su hija mayor son de las que se levantan de madrugadita, y mientras la escuincla ordeña la cabra, la esposa está amasando la harina para las tortillas, recalentando el frijol que sobró de la cena y haciendo café, pues bien saben que él sale apenas amaneciendo.

A eso de las nueve de la mañana, ya su mujer está sentada en su rincón con el telar de cintura bien sujeto, tejiendo las artesanías que se llevará para la venta a los turistas, que llegan sobre todo los fines de semana o en época de vacaciones a San Cristóbal de las Casas, allí se aposta en el mercado, para que los “caxtlanes” compren, y ojo avizor, pues bien que lo quieren engañar… o explotar, como es uso y costumbre.

Les ha dado buen resultado eso de juntarse varias vecinas, para ir haciendo lo que se necesita, pues mientras unas cardan la lana, la tiñen y la hacen en madejas para poder tejer, otras van haciendo bien sea en telar o con agujas y estambres de colores, las cosas que ellas ven que se venden más, agregando algo de cestería, cacharros de barro pintados, y paren de contar, pues también tienen que hacerse su ropa, la de los chamacos y la del esposo, que no sale sin su camisola de tela.

Lavar, cargando el agua sabrá Dios desde dónde, moler el maíz, en fin, trabajan bien duro las pobres. A los más chicos les toca ir por leña y al hombre de la casa atender la milpa y los animalitos que tengan.

Ese día sería distinto para Juan. Cuando iba a medio camino, se encontró con un montón de gente armada que venía en sentido contrario en un camión negro. Al acercarse se dio cuenta que eran federales. ¿Y tú para dónde vas? Para San Cristóbal… ¿Y eso a qué? Pues a vender mis chácharas, como siempre. Se bajaron dos bien grandotes, tomaron las cosas que llevaba el burro, las tiraron en el camión y a el, jalándolo por la camisola, lo subieron a empujones. El burro, por allí quedó.

Qué si tú fuiste de los que masacraron a la gente. ¿Qué gente? Seguramente sabes quiénes son, dinos a cuántos de esos malditos conoces. Pero señor, ¿de qué me habla? Yo hace 15 días que no bajo, no me he enterado de nada.

Juan, que por cierto apenas habla español, a duras penas captaba una que otra palabra de la andanada que le lanzaban aquellos tipos. Todos ustedes son iguales, malditos indios, bien que saben pero se callan, se hacen que no entienden, pero de que vas a hablar, vas a hablar.

Poco a poco Juan fue comprendiendo: que habían masacrado un montón de tzotziles mientras rezaban en una capilla. Que si había mujeres embarazadas y hasta niños. No señor, yo se lo juro, no me enteré de nada, nosotros somos una comunidad pequeña y con el tiempo malo como ha estado, nadie ha llegado por allá, ni nosotros habíamos venido para abajo.

Por el camino recogieron a otros 3 o 4 que como él decían que no sabían nada de nada. Al llegar a la comandancia, los separaron y comenzaron a interrogarlos. A Juan le tocó un oficial de bastante mal genio, que cada vez que él decía no sé o no los conozco, le soltaba un puñetazo por donde lo alcanzara. Así toda la noche. Al siguiente día, tempranito, volvió a entrar el tal comandante con una taza de café que le ofreció diciéndole: Bien Juan, que así quede. Vamos a hacer una cosa. Tú me firmas este papel. ¡Pero yo no sé leer ni escribir! Sólo sé poner mi nombre. Más que suficiente. ¿Y qué dice el papel? Dice que tú no has tenido que ver con nada de lo que pasó allá, y lo más importante, que no conoces a ninguno de los que cometieron esa matanza, ni sabes quiénes son. Firmas y te vas. Y firmó.

La desgracia cayó sobre todas estas familias, pero justamente la de Juan fue una de las que la pasó peor. La esposa falleció antes de un año, y los hijos se los repartieron los parientes como bien pudieron, pues nadie tenía suficientes medios para mantenerlos juntos. Los dos mayores dejaron de ir a la escuela, y justamente el segundo un buen día dijo que se iba para la ciudad de México y eso hizo, con apenas 10 años. Hasta la fecha, ni dónde buscarlo.

La única hija fue casada por su tío con apenas 14 años en un matrimonio arreglado, pues además de una boca menos para mantener, bien que le iba a venir la dote que el futuro marido ofrecía.

Pasaron meses y años. Hubo cambios en el gobierno; unos entraban, otros salían, y el asunto de los tzotziles así quedó, ni más pruebas, ni otros culpables, ni encontraron armas, ni siquiera un buen abogado que se preocupara por llegar realmente al fondo de lo sucedido aquél fatídico día.

Juan jamás perdió la fe. Él, como todos sus compañeros, sabía perfectamente que era inocente, y nunca dejó de tener esperanza.

Exceptuando sus parientes que lo visitaban de vez en cuando debido a la distancia, nadie más venía a la cárcel, sólo su hijo mayor que lo mantenía más o menos al día sobre los aconteceres familiares, y de lo que se dice por “ay” de ustedes, tata; los otros sí eran visitados con frecuencia.

Un buen día les informaron que ciertas personalidades enteradas de la injusticia que se había cometido con ellos, estaban preguntando y habían platicado con varios de ellos pues querían meter el dedo en esa llaga.

En esta investigación participaron especialmente escritores y periodistas reconocidos, involucrando a abogados que sí estaban interesados en revisar los expedientes, encontrándose con una enorme cantidad de errores, con documentos “extraviados”, con acusaciones hechas prácticamente a dedo, las cuales jamás fueron comprobadas o ratificadas ante ninguna autoridad. En fin, un vergonzoso y absurdo caos legal.

Comenzó a tener notoriedad el asunto, pues estas personas daban a conocer a través de los medios lo acontecido en aquella oportunidad. Como las autoridades de turno habían traficado con el poder en forma corrupta y desvergonzada, tomando como detenidos a los primeros que encontraron en el camino.

El caso de los tzotziles fue captando de nuevo la atención del público y de las altas esferas, llegando incluso a ser ventilado en la Corte Suprema de Justicia, donde los jueces de ese tribunal tomaron conocimiento de todas y cada una de las acusaciones que pesaban sobre estos hombres, así como de las irregularidades cometidas.

A esas alturas Juan Díaz, habitante de los Altos de Chiapas, llevaba viviendo, hacinado en una cárcel de mala muerte, casi 12 años, junto con cincuenta de sus compañeros que, al igual que él, con pruebas fabricadas e identificaciones falsas, han servido de chivos expiatorios por el atroz crimen cometido contra cuarenta y cinco de sus paisanos, vilmente asesinados un día de diciembre de 1997.

Juan Díaz, quien perdió a su esposa, muerta a causa de la tristeza y la vergüenza, con un hijo desaparecido del que no sabe nada, fue dejado en libertad junto con varios de sus amigos sin haber recibido ni siquiera el usual “usted disculpe”.

Este hombre, otrora alegre que trabajaba duramente soñando con construir un futuro diferente para sus hijos, llora desconsoladamente sin ninguna vergüenza, sin sentirse apenado, desbordado por lo que no ha podido llegar a entender, ya que es muy difícil para una persona buena entrar en la mente de la canalla.

La familia desperdigada, los hijos que crecieron sin escuela, obligados a trabajar para mantenerse, su tierrita abandonada, y con doce años más sobre sus hombros, sabe perfectamente que jamás podrá recuperar su vida.

Es el ejemplo de tantas injusticias que se cometen en nombre de la soberbia y la ineficiencia, pero sobre todo, en nombre de la más vil y despiadada corrupción.

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