Los hechos de la historia resultan por demás elocuentes, y deberían constituirse en argumentos irrebatibles para guiar nuestro comportamiento, y alejarnos de aquellas circunstancias que nos conducen a callejones sin salida que, muchas veces, derivan en la muerte, sea ésta metafórica o real. Pero los hombres somos necios, orgullosos contumaces, y nos negamos a dejarnos enseñar. Y ahí estamos repitiendo la misma historia, cayendo al mismo precipicio de perdición.
¿Ejemplos? Pensemos en los horrores de la guerra, no solo en las muertes en batalla, sino en todo lo que la rodea: los abusos, las vejaciones, las torturas, persecuciones, miseria, abandono del hogar, los crímenes a sangre fría, las masacres de inocentes… Todo lo anterior ronda la cabeza tras la lectura de El sermón de los muertos, de Miguel Ángel de León, que describe, con un naturalismo en ocasiones intenso y desgarrador, la barbarie que representó la guerra cristera y el fanatismo ciego e irracional (¿existe un fanatismo de otra naturaleza?) de este conflicto que ensombreció la vida del occidente de nuestro país hacia finales de los años 20 del siglo pasado.
Uno se pregunta, ¿qué tienen que enseñarnos los muertos?, pero conforme se avanza en la lectura el enfoque cambia: ¿qué aprendemos los vivos que nos quedamos para evocar esa historia? El sermón de los muertos se convierte en un testimonio valioso que recupera una parte de los sucesos de nuestra región con el fin de al menos conocerlos, ya que por experiencia sabemos que poco caso hacemos de esta clase de lecciones. Nuestra barbarie e irracionalidad permanecerán intactas.
Como lector resulta difícil enfatizar algún aspecto de la narración. Son muchos los hilos temáticos y cada uno posee el suficiente atractivo para desglosarlo de manera pormenorizada. Si uno no está muy familiarizado con la historia de la guerra cristera, le sorprenderá conocer a detalle sucesos que tal vez intuía pero que solo vislumbraba como historias de abuelas. ¿Niños involucrados en la conflagración? Sí, lo sabemos o lo imaginamos quizá, pero no como lo presenta el narrador. Veamos la aparición de uno de ellos: “Chema era un mocoso sin pensamiento de peligro y con el ánimo bien puesto. El general Ibarra lo mandó a nuestro grupo después de aquel combate. El día de San Miguel del año 27 apareció, nadie sabía de dónde, con el coraje bien clavado, en medio de la balacera se paró a media plaza, a campo abierto, toda la cabeza vendada, parecía un resucitado, gritaba como loco mientras disparaba su treinta-treinta contra los gobiernistas parapetados en la torre de la iglesia, de suerte no lo hicieron difunto”.
Uno de los narradores (Mario, quien describe la escena anterior) es un muchachito de apenas 14 años, arrastrado a la guerra a instancias del cura de su pueblo, luego de deslaves e inundaciones que prácticamente arrasaran con su pueblo y lo dejaran sin familia, huérfano y en total desamparo. La evocación de este desastre natural aparecerá una y otra vez a lo largo de la historia, por diversas razones: se considera un castigo divino por los pecados y la maldad de los hombres; el trauma que representó en la vida del narrador, quien lleva grabadas las imágenes de su madre, su hermano, sus familiares y vecinos muertos en el suceso.
De manera recurrente este narrador transparenta sus emociones: “Mi tristeza se comenzó a salir, empecé a vomitar y no paré, la tristeza es amarga y amarilla, cuando crees que ya salió toda, sigue creciendo, te sale por la boca, por la nariz y por los ojos como lágrimas amargas”. Y aunque en este momento describe la ocasión en que por error su grupo ahorcó a unos arrieros que ayudaban a la causa, esa tristeza que se desborda lo inunda en todo momento, pues los horrores y las circunstancias extremas se viven constantemente en una guerra, y en ésta en particular.
Junto con la tristeza, el miedo y el remordimiento de conciencia aparecen una y otra vez en el ánimo de los protagonistas. “El cura Gabino me había mandado para acá, quería ayudarme a limpiar mis pecados, pero ahora eran más y eran más grandes, juntos se me amontonaron en la garganta, no me dejaban resollar, me estaban ahogando”. Y aunque se trata del mismo narrador, tales emociones embargan a la mayor parte de los personajes.
Como telón de fondo de todos estos horrores, emociones y pasiones intensificadas, en algunos pasajes se enjuicia la guerra cristera. Expresa un doctor, quien atiende a pacientes en un precario hospital anexo a la cárcel. Critica en primer lugar a los “fanáticos” (está sermoneando a Mario) y enfatiza el hecho de que él brinda sus servicios a todos los necesitados de lugar, que además de los cristeros, son los más pobres de la región: “Ellos duermen apiñados en celdas y tapados con cartones y periódicos, ellos no pueden meter comida y aunque pudieran quién sabe y no tendrían, comen del rancho, pero del que les sobra a ustedes, a ellos les tocan los gorgojos y las tortillas acedas de otro día, ellos no son ni se sienten ni se creen almas limpias, defensoras de causas supremas, ni almas elegidas para el martirio; ustedes creen que ser buenos les da derecho a robar, asesinar, engañar, violar y secuestrar; la única diferencia entre ellos y ustedes es el dinero, eso y que ellos luchan cada uno por una causa, por la propia, y ustedes luchan por una causa ajena, y no es la de Dios”.
Tal es el sermón de los muertos, la lección que nos da la historia de esta irracionalidad. El problema es que los vivos nunca aprendemos.