—Hey guys, do you wanna see something awesome? —musitó un gringo con un vaso de cerveza en la mano, por lo cual quienes lo escucharon no creyeron del todo sus palabras—. Look, there’s an animal over there. Do you know the phone number of Animal Care…? Somebody should call’em.
De manera tímida, un grupo de mexicanos se acercaron al barandal puesto como precaución en el borde de la tierra. Al principio, un muchacho del grupo con lentes enormes pensó que se trataba de un pez globo varado, pero conforme se acercaba, percatóse que los dientes eran en realidad bigotes, las púas eran pelaje…
—Oh, pobrecito animal —dijo la niña— hay que llamar al Animal Care. ¿Te sabes el number, mom?
—No, hija, pos el de aquí es diferente al de Arizona.
—Parece que está lastimado —dijo el más viejo y gordo.
Poco tiempo después llegó otro grupo de personas; las jóvenes tenían su piel de color blanco y las añosas, rojo.
—Look, dad, there’s a puppy.
—It’s not a puppy, Lucas —contestó un tipo alto y con brazos anchos tatuados, quien empezó a producir un sonido extraño al contraer sus labios y aspirar el aire al mismo tiempo que los separaba de manera abrupta, lo cual provocó el enojo del mexicano con lentes.
En seguida, el mismo tipo de brazos tatuados dijo: “get together, people”, al tiempo que extrajo de su bolsillo su smartphone con cámara y apuntaba la lente hacia ellos mismos. Todas las sonrisas fueron momentáneas, como si el flash se encargara de arrebatarlas.
La niña mexicana consiguió el número telefónico que buscaba al preguntar a quienes la rodeaban e intentó marcarlo desde su celular.
—A lo mejor ya cerraron, mija —dijo el mexicano viejo y gordo—. Mira, ya son las siete.
La niña se desesperaba con cada sonido monótono que dimanaba el auricular del teléfono.
—No contestan, mom.
—Quizá ya cerraron, como dice tu papá. Esas instituciones no son gubernamentales.
—Pero, mom —rompió en llanto—, guáchalo… ¡se va a morir!
Desde la derecha de todos los congregados surgió una joven pareja extravagante, foránea.
—Olha! Há um animal ali, João —dijo la muchacha.
—Coitadinho! “Parece até que está pedindo socorro, como tudo aqui nesse lugar” —canturreó.
—Deixe de cantar porque despois não posso deixar de pensar nessa canção. Tal vez só está dormindo. É tão lindo, neh?
—Isso mesmo. Acho que sim está dormindo.
El de lentes seguía enojándose con las palabras y con las actitudes de los otros. Era probable que quisiera gritarles algo, pero al mismo tiempo parecía como temeroso de que al gritar las palabras, inyectadas con rabia, se diluyeran en berreadas ininteligibles para sus interlocutores exóticos.
Las olas golpeaban con gentileza a la orilla y al muelle; el sol estaba a punto de ocultarse tras los edificios de los departamentos y hoteles; a lo lejos, podían escucharse una voz desafinada traspuesta a otra y, con mayor claridad, un instrumento de cuerda que remedaba la música oriental; los concurrentes tenían diferentes maneras de contemplar el espectáculo natural.
Tenía miedo, mucho miedo. Sentía que, en cualquier momento, uno de los espectadores saltaría del barandal, caminaría por la pendiente pronunciada de la orilla y lograría llegar hasta mí. Solo Dios sabe cuáles eran los planes de todas esas criaturas salvajes. Quizá el viejo gordo me comería, el de brazos anchos tatuados me estrujaría y el de lentes enormes me diseccionaría. Con solo pensar en esas cosas mi corazón se aceleró y empecé a temblar. Cuánto deseaba poder volver al mar y nadar, irme muy rápido rumbo al norte, a cualquier lugar que sintiera como mi hogar, mas sabía que no podría porque una de esas máquinas infernales en esta playa de San Pedro me golpeó de tal manera que no era capaz ni siquiera de arrastrarme. Supongo que hasta aquí llegué, esta será mi última costa.
—Scheiße! Andiamo, ragazzi, c’est la vie —fue lo único que dijo el de lentes.
—Yo también —dijo de manera jocosa el gordo.
—No quería que muriera, daddy.
—No murió, mija, nomás está tomando una siesta porque las focas bebés se duermen temprano.