Sin duda los mejores momentos de su trayectoria los disfruta un maestro cuando constata que su trabajo se proyecta en las nuevas generaciones, cuando percibe un eco que trascenderá el aquí y el ahora de sus circunstancias.
Como maestro, considero mi materia como la más importante (defecto compartido por todo profesor que ame su profesión), y también tengo la convicción de que los conocimientos transmitidos a mis discípulos redundarán en beneficio de su crecimiento intelectual, profesional y emocional, y por tanto contribuirán en la conformación de un individuo íntegro, equilibrado, tolerante.
Para alcanzar este noble propósito (además de utópico, lo reconozco) el mayor obstáculo lo enfrentamos en nuestro entorno inmediato, tan cargado de materialismo, frivolidad y asuntos efímeros y banales. Sin embargo, siempre hallamos espíritus curiosos y esforzados, exploradores de regiones poco frecuentadas por el común de los mortales.
Mayor recompensa alcanzamos cuando, al paso de los años, esos discípulos se convierten en cómplices. En el escasamente poblado mundo de las letras, en algún momento coincidimos con esos cómplices. Entonces los discípulos se convierten en una grata compañía.
Tal es el caso de Andrea Avelar Barragán. Como ella misma lo acepta, llegó al taller de creación “La nave de los locos”, de la Preparatoria 2 de la Universidad de Guadalajara, por cumplir un requisito burocrático. Y se quedó el resto de los semestres que le faltaban para concluir el bachillerato. En ese lapso, ganó en dos ocasiones (en poesía y narrativa) el Premio FIL Joven, así como el concurso Luvina Joven.
Aunque en mi taller procuro fomentar espíritus libres (es decir, propongo actividades de creación literaria, y el que quiere trabaja y el que no, pues no), ella siempre fue constante en su producción. En un primer momento, además de los volúmenes publicados por el Sistema de Educación Media Superior de la UdeG, que incluye el material de los ganadores del concurso FIL Joven, incorporé sus trabajos en el libro La nave de los locos (La Zonámbula, 2013) y preparamos una edición para una oferta editorial que nunca se concretó. Hoy, felizmente, el lector la tiene en sus manos (o en su dispositivo, pues).
Qué gusto presentar ahora Sillas rotas, donde Andrea incursiona en la poesía y la narrativa. Para mí, estos no son textos de juventud. Desde su primera sesión en el taller, y desde su primera lectura, supe que en ella anidaba un estilo y una vocación que se consolidarían con los años. En ambos géneros demuestra una sensibilidad contagiosa, una capacidad de lenguaje que interesa y seduce al lector. Los diferentes registros que maneja convierten su lectura no sólo en textos amenos y divertidos (el humor es la nota característica de algunas de sus historias) sino que también transmiten y evocan emociones que nos permiten asomarnos a diferentes momentos de nuestra circunstancia vital.
Ha pasado más de una década y aquí estamos de nuevo ante ese material. Andrea terminó la preparatoria, y al parecer no aprendió mucho de la vida, porque decidió estudiar la carrera de Letras Hispánicas. Ahora es mi apoyo en el taller, una grata compañía que, tengo la confianza, me ayudará a continuar en esta noble y utópica labora de transmitir en las nuevas generaciones el amor por las letras.