Helia Pérez Murillo, mi compañera en las clases de interpretación, así como en las de expresión corporal, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba a los grupúsculos más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de reviente. No todos la querían (nunca ocurre) y menos aún, la comprendían. Detalles simpáticos la adornaban: en sustancioso revoltijo portabas tijerita, carreteles de hilo blanco e hilo negro, dedal, aguja, alfileres de gancho. Costurera ambulante, un botón me cosiste apenas nos conocimos. Por años trazamos un mismo derrotero estudiantil. Realizamos, a propuesta mía, los seminarios de maquillaje y de foniatría. Hicimos “de pueblo” (categoría “figurante”), bajo contrato, en la tragedia campestre Donde la muerte clava sus banderas de Omar del Carlo, en el Cervantes. Vos, como “mujer ribereña”; yo, disfrazado de montonero, detrás de una decena de ursos por igual disfrazados, en un cuadro secundábamos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) peleando a facón con su padre, el general Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el segundo acto. Se te veía en el escenario. A mí, en cambio, como dije, cubriendo las espaldas del pelotón, con barba y gorro, el más bajo, sólo se me hubiera distinguido con la perspicacia de la que mi padre y su primo Boche carecieron cuando recibíamos los aplausos. De ese saludo en la función del estreno, conservo una foto: allí estamos: vos, sobre la derecha, empollerada y con pañuelo en la cabeza; yo, en el otro lateral, inclinado, con poncho y lanza.
Nunca olvidaré aquella friega entusiasta que me propinaras con linimento Sloan, antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la galería de la Sala Planeta. Ese calambre fue de lo más genuino, y por mí la pantorrilla hubiera podido quedarse agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te habría ofrecido todo mi territorio contracturado. Te deseé con continuidad. Me enfebrecitabas al cerrarte el sacón de vizcacha o cuando te instilabas el colirio. Virginidad agazapada, Helia, vos, transida y amagante con tus treinta y cuatro años en ristra, mientras yo, con ocho menos, te alcanzaba mis versos esotéricos, mis silvas a la metalurgia y a la agricultura, mi única lectora, siempre una palabra amable, como una novia. También siempre tuviste hermanos mayores, todos machitos, y siempre confundía yo la voz de tu mamá con la tuya, por teléfono. Tu padre, siempre, además, fue un anciano delicado de salud. Vivías en una mansión de esas que emputecen a un pequeño burgués que, como yo, la otearía desde afuera y de noche, a bordo de su Ami a dos tonos de colorado, bien de chapa, en una callejuela de Adrogué, mucho árbol y parejo empedrado, mucho, muchísimo parque alrededor de la casona. Yo te dejaba, Helia, en el portón que se abría a toda esa manzana lóbrega y rodeada por ligustro.
Estuve casado durante los dos primeros años de tratarnos. La conociste a Viviana. Te amedrentaba su independientismo enérgico y su desconcertante labilidad. Por entonces, con Antonieta y Alejandro concurríamos a los café-concert, previa presentación de nuestros modestos carnés de la Asociación de Estudiantes de Teatro. Sucesos que acontecían cuando te mandaste con Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, incorporando los diálogos de Ionesco en Delirio a dúo. No te notamos más que ligeramente turbada cuando tu ducho partenaire te lamía a través de la malla amarronada y te besuqueaba en la nuca y se entretenía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispados dedos de su pie derecho, el mocoso. Nos quedamos boquiabiertos, y encima, el texto no molestaba, abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes, el adolescente aventurado y la excatequista. El recuerdo de tus desmandadas acrobacias, las nítidas imágenes de aquel recíproco adobe juguetón, me impulsaron a masturbarme. Y durante un tiempillo disfrutaste de popularidad.
María Palacini me informó de tu presencia en una velada de gala en el Teatro Colón con un joven británico, alto y rubio, con el que platicabas en su idioma. Al salir, él te había tomado del brazo, según la chismosa que los siguiera hasta una parada de taxis. Asocio con que nos extasiabas recitando en inglés los sonetos de Shakespeare. Y no te hacías rogar. Ya más nacionales (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos memorizando escenas, tirándonos almohadones, para automatizar la incorporación de la letra.
No me gustaba que te trataras con un psiquiatra, que fueras a recibir consejos y medicación de ese vetusto chanta catolicón, amigo de tu padre. Te costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, lipotimia y taquicardia de origen emocional. Circulabas también con la farmacia a cuestas, y el kiosco: pastillas de menta y mandarina, Genioles por las dudas, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de azúcar, saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus carterones? ¡Ah, y el asma! El asma que habías superado tratándote con ese doctor, lo que hacía que sintieras por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, su cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En tus jornadas de retiro espiritual te imaginaba incandescente, y después retornando a mí, aún sin el alivio procurado. Retornando, digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo ocurría y tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías una ropa de calidad, calzabas zapatos acordes.
Remanida en expresión corporal, tus progresos fueron magros al principio. Allí se expuso tu confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que rezumabas. Gocé cuando me embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas las prácticas cosmetológicas y de caracterización: Ratón Mickey, villano, mariquita; cíclope, linyera, marciano, bucanero. Jamás desprovista de ahínco deslizabas tus algodones por mi cara.
Cuando en pleno auge grotowskiano, Guido y Jorge se desnudaron recreando las circunstancias de un cuento originariamente infantil, te observé: impávida, negándote al impacto visual. Retaceaste, luego, el imprescindible comentario.
Vivía solo cuando me insinué y me disuadiste: nada cambiaría entre nosotros. Yo, en broma atropellaba: “Soy el hombre de tus...” Y apelabas a mi compostura. Me descubriste besando a un minón por el obelisco; y ciñendo de la cintura a una espigada pendejita del Bellas Artes, en la esquina de Quintana y Libertad. Y de esos encontrones, ni una palabra.
Astuto, te sugerí preparar para el fin del cuarto año lectivo una pieza corta de Tennessee Williams: Háblame como la lluvia y déjame escuchar... Aceptaste conmovida. “La mujer alarga el brazo, un brazo delgado que sale de la deshilachada manga de su kimono de seda rosa y coge el vaso de agua, cuyo peso parece inclinarla un poco hacia adelante. Desde la cama el Hombre la observa con ternura mientras ella bebe agua”. Ensayaríamos en mi departamento una vez por semana. Con el texto nos meteríamos cuando la etapa de improvisaciones avanzara. En los dos primeros sábados estuvimos trabados. En el tercero ubiqué mi cabeza en tu regazo y me amparaste. “En la ciudad le hacen a uno cosas terribles cuando está inconsciente. Me duele todo el cuerpo, como si me hubieran tirado a puntapiés por una escalera. No como si me hubiera caído, sino como si me hubieran dado puntapiés”. En el siguiente sábado me acariciaste, no sin algún grado de entrega, breve, claro está. En el quinto, te retrajiste. “Me metieron en un cubo de basura que había en un callejón, y salí de allí con cortes y quemaduras en todo el cuerpo. La gente depravada abusa de uno cuando se está inconsciente. Cuando desperté estaba desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo medio derretidos”. En el sexto sábado, como había mucho ruido en el palier, nos mudamos al dormitorio. Incluimos el borde de la cama (matrimonial). En el séptimo, y habiendo adoptado ya ese ambiente, apagué la luz y susurré, mi voz entrecortada, la tuya opaca, neutra. “Recorreré mi cuerpo con las manos y percibiré lo asombrosamente delgada e ingrávida que me he quedado. ¡Oh, Dios mío, qué delgada estaré! Casi transparente. Apenas real, ya”. En el otro fin de semana nos reunimos, además, el domingo. Vos arderías subrepticiamente, y yo, agitado sufría y cerraba la puerta, te invitaba a trastornarte con el auténtico temporal que zarandeaba la persiana, apagaba la luz y en completa oscuridad intercalaba frases de Williams, mientras con impericia me libraba del gastado pantalón de corderoy (de bastones anchos) y de la polera. Algo se me anunciaba desde la médula, al tantearte; sofrenado me encimé y desgarré de indeseado semen, todo mi ser ridículo y perentorio, me ofrendé al slip de nailon. Destemplado justifiqué el recule, atiné a desdecirme y vos te adaptabas, Helia querida, módica, en lo tuyo. Me fui vistiendo con ocultado desdoro, encendí la luz, alegué desconcentración y desánimo, tomamos mate con bizcochitos de anís en la cocina.
Durante los días subsiguientes recobré ímpetus. Un tropezón no es caída. Mis antecedentes de eyaculación precoz habían sido aislados y en circunstancias atípicas o calamitosas. El ensayo de la obra, no obstante lo viciado del procedimiento, nos conformaba. Y fuimos consubstanciándonos con el texto. “Tendré una habitación grande, con postigos en las ventanas. Habrá una temporada de lluvia, lluvia, lluvia. Y me sentiré tan agotada después de mi vida en la ciudad, que no me importará estar sin hacer nada, simplemente oyendo caer la lluvia. Estaré tan tranquila. Las arrugas desaparecerán de mi cara. No se me inflamarán nunca los ojos. No tendré amigos. No tendré ni siquiera conocidos”: tu largo monólogo final, el poético y enrarecido clima de la pieza. El punto era cómo enajenarte, cómo enajenarte y mandar, mandar la escena al carajo. “Sus dedos recorren la frente y los ojos de ella. Ella cierra los ojos y levanta una mano como para tocarle. Él le coge la mano y la mira volviéndola, y después oprime los dedos contra sus labios. Cuando se la suelta ella le roza con los dedos. Acaricia su pecho delgado y liso, como el de un niño, y luego sus labios. Él levanta la mano y desliza sus dedos por el cuello y el escote de su kimono a medida que se afirma el sonido de la mandolina”. Creadas las condiciones de río revuelto, pescar, arrebatar los numerosos peces, los peces de tu soterrada lujuria. Y así, otra vez a oscuras la escena, impregnado, mórbido, con suavidad te bordeo, nictálope, busco tu boca con mis dedos, rozo tu nariz, beso tus párpados con alevosía, me desenvaso de las incordiosas prendas, doy contra tus dientes interceptando mi lengua, sin arredrarme aplasto tu mano con mi sexo, te aplasto, tenaz y corroído, te encepo los pies, girás la cabeza como que te dispararías, pero yo te sigo en el giro sin separarme, y resistís también con las piernas, aunque tu mano no pugna por zafarse de mi aplastamiento. Es más: me siento aferrado; advertirlo me nutre de renovadas ínfulas, no cejo, y tu boca y tus piernas algo se distienden; yo confío, me arrellano, tu lengua soliviantada no atina a organizarse; ¿qué es esto?: esto es mi nobilísimo tironeo de tu ropa, la cual desparramo, te quito las medias, te dejo en aros y en crucecita. ¿Y quién piensa en el inmenso dramaturgo norteamericano, si hiendo tus pezones y debajo te tenemos, transpirada y silenciosa?; “...el viento limpísimo que sopla desde el confín del mundo, desde más lejos aun, desde los fríos límites del espacio ultraterrestre, desde más allá de lo que haya más allá de los confines del espacio”; y tus brazos a los lados, como desmembrada, y a no distraerme, que esto en cualquier momento se quema, ya adviene lo superlativo, y se quemó cuando subiste las rodillas. Costó un poquito, pero percibí que me alentabas. Respirabas mejor, acordate, después de los espasmos.
Aún hoy, años después, ensayamos de vez en cuando la escena. Nunca presentamos en el curso nuestra versión libérrima. Apenas toleraste una mínima luminosidad. Nunca me permitiste pasar a los papeles sin el ritual de “el suelo de aquel departamento junto al río... cosas, ropas... esparcidas... sostenes... pantalones... camisas, corbatas, calcetines... y muchas cosas más...” Nunca te permitiste, fuera de contexto, un ademán extracompañeril. Nunca aludimos al diafragma que aportaras a nuestros encuentros. Nunca me dejaste ni un mísero recado de tinte qué ganas que tengo, y siempre arreglaste con prontitud para reunirte conmigo a ensayar cuando, como hasta ahora, te lo propongo.
Helia: siento urgencia por descristalizar esta trama. No te amo. Todo es perfecto. Quiero más con vos. Ansío secuestrarte. Variados argumentos. El epitalamio, el epitalamio. Pronto me mudo. Ensayemos otra obra. Disponé vos: Beckett, Jean Genet, Arrabal, Harold Pinter, Sartre, Schiller, García Lorca, Osborne, Ibsen, Armando Discépolo, Strinberg, Pirandello, Eurípides, Valle-Inclán, Racine, Benavente, Adellach, Camus, Albee, Leroi Jones, Aristófanes...
En bombacha hace flexiones en la barra (un metro y setenta y siete centímetros de muy buena madera) engrampada en la pared lila. Hoy es viernes feriado nacional y nuestra kinesióloga no trabaja ni concurre al seminario de posgrado. Pudo haber ido a un picnic con gente del hospital, en Virreyes. No se suspendía por lluvia y garúa desde el amanecer. Pudo haber presenciado el ensayo de Los húsares en el Centro Dramático Buenos Aires. Hoy es viernes y Ernesto no apareció a las diez de la mañana, feriado el día completo desaprovechándose. Hace flexiones con ímpetu admirable. Nuestra tromba se llama Gloria y desde el martes el zócalo de frente a la puerta del baño, ha quedado salpicado con gotas de su sangre menstrual. ¡Gozó tanto con Ernesto durante las escandalosas cuatro horas en que la sangre parecía no importar!... Había sido desnudada a manotazos, todo convenido, sólo “por las malas”. La alfombrita añil también quedó manchada. La primera embestida incluyó a esa alfombra. Fantástico fue cuando él le rescató bucalmente el clítoris con tamaña dulzura. Si no recordaba mal, Ernesto fue el único que, tras merodear en la zona en esas condiciones, además se instaló. ¡La pucha! Así le gustaba a Gloria, la ráfaga del Cono Sur. Será por tanta emoción y gratitud que otro “clinch”, meduloso y vehemente, culminó con la felatio más exhaustiva de su trayectoria, tolerando con naturalidad aquel precioso semen en su boca. Lo escupió en el inodoro, un par de buches con la pasta dental y retornó a Ernesto. El prometía “redactar un poema que le haga justicia a tus labios”. Labios. Todos reparaban en sus labios. Tomaron whisky en la cama (él, con hielo) antes de renovar el frenesí. Ella encima de él acababa como una locomotora, el vapor (de la locomotora) los aureolaba, lo estaba haciendo bolsa al flaco, ¡ay! si se pudiera circular con este pedazo hirviente, con este irredento entre las piernas, así aferradas las tetas, insistentes y malévolas las yemas de bibliotecario hundiéndome los febricitantes pezones, pensaba huija, pero no lo exclamaba, y Ernesto sucumbió en la cumbre, aunque siguieron, había con qué, un rato.
Concluye la sesión de flexiones, al tiempo que un largo tema del Gato Barbieri, del que abundan pequeñas láminas y posters en su bulín, aun en los armaritos de la cocina. Suena el teléfono, baja el volumen del equipo, se arroja al tubo. Oye y especifica:
—Habla Gloria.
Su prima tienta: hay dos tipos bárbaros y a uno de ellos la prima se lo quiere presentar. Gloria se juega por Ernesto, renuncia, se abstiene de conocer hombres nuevos por ahora, que no le enturbien el sortilegio del martes, ya sin menstruación lo aguarda, si no fue a las diez será a las veinte, pero será, será, ella lo sabe, gracias, que los disfrutes y chau.
A todo Gato otra vez, fundas y cubiertas de discos por aquí y por allá y los auriculares sobre un bafle. También Beatles y Rolling Stones y Kiss. And Joe Cocker and James Taylor and Bee Gees. Discos en las estanterías junto a los libros de la profesión, apuntes y agendas de los últimos años y un retrato de Gloria adolescente, óptima potra incabalgada. Tiempos de resaltar las pestañas y pronunciar el escote para fastidio de su papá (atemorizado): toda esta potra, digo, esta hija para mí; digo, no es para mí: es mi hija. Tiempos de vigilar la expansión de las pantorrillas, la tersura del abdomen, la consistencia de los muslos. Tiempos de evaluar apetencias a la salida del Normal, de dejar con las ganas, tiempos de acalorada soledad. Nunca hacía frío en su alma. En otro retrato, Gloria miraría a cámara, inmarcesible, mordisqueándole una oreja a un felino bicolor. Y en otro, en una toma posterior, una Gloria baqueteada durante su tránsito por la facultad: orgías al paso con compañeros o auxiliares de cátedra.
El teléfono, sobre una mesita rodante conseguida en Emaús, al lado de la cama de una plaza, de caña, descuajeringada, con la almohada sin funda, suena.
—Habla Gloria.
...al muchacho supuestamente bárbaro. Y lo cita para el lunes. Cuenta las chinches que en la pared coral sujetan su espléndido vestido bahiano, cual si fuera un tapiz. De su estadía en San Pablo viene memorando con insidiosa frecuencia los dólares que se agenciara sin proponérselo, devenidos de una desleída cogida con un hotelero. Recién en vuelo al norte descubrió en el estuche de cosméticos los billetes que le posibilitaron alquilar automóvil, comer langosta a la Termidor y adquirir alguna pilcha cara. Posponía encarar ese episodio, maremágnum de sensaciones displacenteras al principio, en su análisis.
Al dorso de una tarjeta de su depiladora, asienta con un marcador: “Estoy Lavándome El Pelo”. La incrusta en la mirilla de la puerta del departamento. Lava su violenta cabellera con champú de huevo en la pileta del lavadero. Se enjuaga, se seca, y se mira en el espejo circular y estropeado que aprisiona un fierrito sobre la pileta. Retira la tarjeta de la mirilla. La guarda en una cigarrera. Teclea en plena siesta, a doble espacio en papel tamaño oficio y con dos copias, la versión nunca se sabe si definitiva de “La Demanda de Atención Kinésica en un Instituto de Día Geriátrico”, que urdiera con Carmelita Pizzurno, terapista ocupacional. La presentarán en el congreso de paramédicos de la ciudad de Córdoba. Irá con Carmela. Ernesto examinará la versión por si hubiera incorrecciones de estilo. Estilo el suyo de mecanógrafa. Mucha Pitman y Academias Orbe, pero ataca el maquinón con fogosidad digna de causas menos preciosistas. La Underwood negra salió a prueba de Glorias desmañadas. El escritorio en el que está, herencia de un abuelo abogado y exsenador, ya temblequea.
Rodolfo Mederos se desgrana desde un casete que Gloria grabara en vivo, cuando ella llama a casa de Ernesto:
—Habla Gloria.
Atiende el amigo de Ernesto, a quien ella conociera también el martes. No había llegado, le dice; él creía que Ernesto estaría con ella. Escueto y amable.
Manduca en la cocina un racimo exuberante de uvas rosadas: una mordida y glup, una mordida y glup. Efectúa insignificantes enmiendas en el trabajo de investigación. Larguito. Y no meramente descriptivo. Ernesto se olvidó los Parisiennes. Enciende con el Magiclic una hornalla y con la hornalla un cigarrillo. De la mesa de luz extrae el pote (dado vuelta) de quitaesmalte Miss Blue, el quitacutículas, dos limas y un neceser de plástico rosa Dior. Introduce el meñique de la mano izquierda en la abertura de la inflamable esponjita y gira el pote. Y así con los siguientes nueve largos dedos. Lava sus manos con agua fría y sin jabón. Se seca. Empuja las cutículas con el aplicador del quitacutículas y las recorta con el alicate. Da forma a las uñas con la lima de acero y luego con la de esmeril, y, además, suprime los rebordes. Se lava ahora las manos con agua tibia y jabón La Toja. Esmalta sus uñas, agita las manos y sopla.
Abraza a la almohada, transversal en el lecho, durante media hora se permite el desfile de buenos mozos y... ¿qué hace en la pasarela el amigo de Ernesto? Errabunda, considera: La ranura del pote me mambea, me deja... ¿Así serán las de las muñecas inflables?... Y luego: No lavé los corpiños, ni el toallón, ni el vaquero, ni cosí la blusa. Y hasta yo me doy cuenta de que el placard está hecho un quilombo. Ernesto no llama. Ya me veo a la medianoche: lavar, coser, ordenar y meta sublimar. Y se nos queda dormida la que sueña con teléfonos tornasoles afirmados al cielorraso:
—Habla Gloria.
Susurra: —Habla Gloria.
Canturrea: —Habla Gloriaaa...
Grita: —¡Habla Gloria!
Ni, aunque vocifere. Verdes ojos abiertos. Ha ido demasiado lejos. Transida saca, saca, saca pulóveres, camisolas, medias, pañuelos de seda, saca del placard bolsas de celofán, remeras, un mantón de Manila, cinturones, cuatro polleras y dos túnicas saca y apila, perchas, carteras en el piso, y la dormidera se va, se va, viene lo tangible, con humor ya que no con pasión, música, falta música.
Percibe la inefabilidad melodiosa del timbre del departamento, oprimido varias veces: Gloria se entera de que Ernesto llegó. Abre la puerta, ríen y se le cuelga haciendo pinzas con las piernas. Festeja, besándolo. El patea la puerta, la cierra y traslada a Gloria, la pasea, la acaricia, la zarandea. Todo es confuso y divertido y ella no inquiere ni reprocha. Son las veinte.
Desde el comienzo se ensayó con vestuario. La sirvienta, con cofia. El doctor Rank, con piyama de invierno y chinelas doradas. Krogstad, el procurador, con extenuado sobretodo oscuro y gorra. La señora Linde, normal, de ciudadana contemporánea y argentina. Torbaldo, con smoking. Y Nora Helmer (Casandra) de vedette, con altísimos tacos, brillos, plumas y sostén de estrella glamorosa.
Casandra había trajinado en teleteatros y programas cómicos. Krogstad participaba en concursos nacionales de fisicoculturismo. El doctor Rank estudiaba escribanía y la sirvienta, el profesorado de historia. La señora Linde estaba casada y Torbaldo (Randolfo) vivía de rentas.
Desde las primeras improvisaciones, incluyéndose en el espacio dramático, el director instaba y compelía en voz baja, turnándose, a cada actor. Sus alumnos concurrían a los ensayos y, a su pedido, intervenían en papeles movilizadores, extemporáneos, patoteando, ridiculizando, invadiendo con contundencia el hogar de los Helmer.
Nora siempre desesperadamente quería coger con su esposo cuando no estaban solos. Él debía, entonces, sacarse a la pegajosa Nora de encima, disuadirla y cuidar las formas, la compostura, justificarla ante los invitados y atenderlos, instruir a la servidumbre. Torbaldo se resistía mientras la apelante y descomedida lengua de Nora lo acicateaba en los labios o en las orejas, desabrochado, hurgueteado, por esa lúbrica cónyuge. Caricaturesco tirabombas Krogstad; la señora Linde, fina y solícita; el doctor Rank, achacoso y descalabrado médico, al pie de la tumba; impertinente y jaranera la sirvienta. Krogstad y Torbaldo conformaban un dúo rememorativo a lo Carlitos Gardel y Tito Lusiardo (“Por una cabeza”, “Buenos Aires, cuando yo te vuelva a ver”), y juntos cantaban amistosísimos y engolados, machos y sensibles. Nora y Krogstad se enfrentaban en un duelo, Nora sin sostén, a teta limpia, armada con sus tetas, y el procurador, estilo Hormiga Negra, con una prótesis fálica. El enamoradizo Rank se procuraba erecciones (indicios de vida) auscultando, palpando y frotando al plantel femenino, el que consultaba al facultativo a raíz de malestares imaginarios. Durante el tramo final, Torbaldo intercalaba textos de Nora a otros inventados por él, parecidos y diferentes en cada ensayo, y aun en cada función, con Nora atornillada en el piso, escupiéndolo y emitiendo rugidos y gruñidos crispados o estertóreos, trastornado de dicha Torbaldo posibilitando el surgimiento de tantas voces y discursos: Michelángelo Antonioni, Pepe Arias, Adolfo Hitler, el indio Patoruzú, Lily Pons, “las lolas yéndose a los puertos”, un chanchullero, una contorsionista, un falangista y un republicano, la recitadora Berta Singerman, y otros, y Mecha Ortiz y Roberto Escalada, y otros más, encarnando Torbaldo en una cierta realidad a una Nora Helmer triunfante, Torbaldo inmisericorde, omnímodo, agradeciendo a los revolucionarios de la escena, sin saltear a Vsevolod Meyerhold, Edward Gordon Craig y Vakhtangov, que facilitaban ese despliegue desaforado, ese Ibsen: “Sí, tuve que sostener una lucha atroz”. Los actores accedían, en ocasiones, a un completo éxtasis, al nirvana (epopéyicamente despersonalizados), a lo inefable, a lo divino. Sin arredrarse, de sus roles se embriagaban y se dejaban traspasar.
Randolfo, mientras, intima, entre otras, con dos mellizas, alumnas del director; y Casandra se casa in articulo mortis con el tío de su madrastra, de quien hereda, una pequeña fábrica de maniquíes, una casa-quinta en Loma Hermosa y un camión. La sirvienta, faltando poco para dejar de hacer funciones frente a un público que envidia el furioso goce histriónico del elenco, se instala en la vivienda del director. El doctor Rank mantiene relaciones esporádicas con la señora Linde, quien, después, se separa del marido y se radica en Lima. El director, a los dos años de convivencia con la sirvienta, liquida a sus alumnos y al teatro, vuela a Lima y se instala en la vivienda de la señora Linde. El doctor Rank es, desde entonces, alguien también alejado del espectáculo. Krogstad padece una afección severa en la musculatura. Casandra vuelve a la tevé y Randolfo produce recitales poéticos que presenta en entidades culturales.
La sirvienta va ya redondeando esta redacción y aguarda los efectos de una droga aborigen centroamericana que, potenciada con un litro de vino tinto, la hará disfrutar de intensidades emotivas con lágrimas y sonrisas y secreciones que la incrustarán raudamente en la magia y en los abismos, como con la rotundez congregada de aquellos personajes de la versión delirante y genial de la más bien strindbergiana Casa de muñecas.
El varón argentino del presente relato se llama Amancio. Intentaré estructurar un friso (acaso lo será para algunos lectores) crudo y fidedigno. Quien esto escribe, también varón y argentino, se apropiará del transcurrir de una jornada de su amigo del alma. El que lo es desde que cursáramos el colegio secundario en un barrio al que no pertenecíamos: Mataderos. Tenemos la misma edad y parecida conformación física. Yo acabo de casarme por segunda vez. Convivo con mi esposa desde hace cinco años. Él convivió con chicas durante lapsos cortos. Tiene un hijo al que no conoce. Nieto de armenios bailarines, integraba un ballet folclórico armenio. Baila el tango y cualquier ritmo de moda. Frecuentábamos boliches, clubes y centros regionales con la intención de hacernos rápidos levantes. Yo no alcanzaba siempre ese objetivo. Él nunca “se quedaba en la palmera”. Y no era selectivo. Alternó con una multitud de minas circunstanciales con las que le era imposible compartir algo más que una cama o paredones propicios para el atraque, umbrales, puentes ferroviarios intransitados, parques. Tiene cuatro hermanas mayores; y yo, dos. Ellas le han ido favoreciendo el acceso a sus amigas. Y con una de mis hermanas se escapó en carpa a Mar de Ajó durante un tórrido fin de semana. No hay escenario en donde no esté a la pesca. “Tirarse, tirarse y achicar el pánico a rebotar. Lo que no se da hoy, puede darse mañana. No intereso a todas, pero eventualmente intereso a todas”, sigo oyéndolo proclamar muy con los pies sobre la tierra. Y así, no hay grupo, conjunto, clase, congregación, ágape, banda, vernissage, amontonamiento, donde con las damas no se muestre representando el papel de manso o atrevido o cínico o revolucionario o habilidoso o tornadizo. Lee revistas, novelas policiales o de género fantástico, cancioneros. Canta en reuniones, y compone y estudia vocalización y armonía. De las letras de las que soy autor, difunde las que él musicalizó, las humorísticas: “El Muy Aludo” (zamba), “Los Racinguistas de San Lorenzo” (chamamé), “La Lobizona” (milonga campera), “El Burro de Polipropileno” (valsecito). Es buen chisporroteador y cuentacuentos. Habita un monono departamento en Uriburu y Paraguay, decorado por él. Es propietario, a medias, de un instituto de danzas y expresión corporal, por Saavedra, en cuyo vestíbulo, en cuadritos de varilla sepia, brotan refranes y sentencias: “El hombre haga ciento; a la mujer no la toque el viento”, “El que quiera gozar, goce, que del mañana no hay certeza”, “Ama sois mientras que el niño mama; después ni ama, ni nada”.
El miércoles trece a las dos y media de la madrugada lo tenemos a Amancio montado por Verónica, estudiante en receso universitario, a la que se fue ganando en un anfiteatro, desde las veintidós del martes doce. Alarma a las siete el despertador de Amancio dispuesto por Verónica. Reiterada la experiencia de las dos y media, Verónica se duchó mientras Amancio yacía derrumbado. Luego ella se vistió, le anotó sus números de teléfono (y sus medidas) en un pañuelo de papel, y se fue a su empleo (oficinas de la Pepsi-Cola).
Amancio se sobresaltó a las once, al sonar el timbre oprimido por la encargada del edificio. Reclamaba su firma para una notificación de que el viernes quince se realizará una reunión de copropietarios. Y él se despabila: flexiones al lado de la ventana abierta. Desayuna mate cocido con Tosti-Beck y queso San Regim fresco. Habla por teléfono con su socio; con la productora de un programa de televisión, a la que el viernes, a medianoche, pasará a buscar por el canal; con un primo residente en la provincia de Chubut, en viaje de negocios por Buenos Aires; con un instructor del instituto. Arregla la cama mientras tararea “reloj, no marques las horas”, lustra sus zapatos grises y ejecuta otros menesteres. Se da un remojón y perfuma. Ingiere dos porciones de tarta de zapallitos y agua mineral. Cepilla sus dientes y cuando oye la chicharra del portero eléctrico aprieta el botón que habilita la cerradura y se cubre con una toalla que se ajusta a la cintura. Sonriendo recibe a Edurne, que sale del ascensor y le devuelve la sonrisa. Entra al departamento, él cierra la puerta, se estrechan. La toalla se desliza hasta el suelo y Edurne (baja, melosa, piel adolescentona) se ruboriza. Amancio la conduce al comedor, le quita la cartera blanca y una bolsa de plástico que deposita sobre la mesa. Sube al sofá y se instala con piernas abiertas y en equilibrio de frente a Edurne. Obtenida la satisfacción, desciende del sofá, congratulado, la desabotona, libera de cierres, broches y “falsas ataduras”, le muerde la nuca y entusiasmándose con los pechos, desde atrás, maniobra hacia el dormitorio, donde ella concluye de desvestirse. No logra Amancio con sus variadas y esmeradísimas caricias que Edurne se abandone a un verdadero clímax (por ningún procedimiento lo habría ella, con nadie, experimentado). La induce a arrodillarse, se introduce en su sexo unos minutitos y a continuación la sodomiza. Comparten un puro cuando Edurne le comenta que había llegado allí desde el sanatorio donde su nuera acababa de dar a luz. Se bañan, juntos, de inmersión, en despampanante bañera. Y se recobra, Amancio, de una lipotimia, cuando Edurne se va.
Se viste, se acicala, atiende el llamado telefónico de alguien que le solicita en alquiler un salón del instituto para efectuar allí una muestra coral. Guarda en un ataché carpetas y talonarios que llevará al instituto. Llega caminando al registro civil en el que será uno de los testigos de mi casamiento. Se excusa por no poder quedarse al sencillo lunch posterior a la ceremonia. “Siendo el trece de enero de mil novecientos ochenta y ocho y en compañía de los testigos Rosalía Ethel Albornoz y Amancio Toufenedjián, van ustedes a unirse en matrimonio y conformar de esa manera la legítima familia, base y sustento de la sociedad y del Estado. Bien. No sé si ustedes ya, ustedes, viven juntos. Lo deduzco, más o menos, por la documentación...” Una agraciada compañera de trabajo de la mujer con la que me están casando, toma fotografías. Sigue el juez: “...prescindir de la lectura de los artículos de la Ley de Matrimonios, porque entiendo que ustedes ya lo han practicado y conocen. Y los voy a invitar a que se acerquen al estrado junto con sus testigos para recibir el consentimiento. Contrayentes, les entrego en ambas manos esta libreta de matrimonio. Mucha suerte”. Besos, abrazos y más fotografías. Amancio, en un aparte, señalándome que de verdad está muy urgido de tiempo, y que quién es esa mina (la agraciada), que habría que planear algo para charlar con ella, y que interceda para obtener él esa chance, y que sigamos Martha, mi esposa, y yo, siendo un ejemplo a imitar, y que para cuándo el primogénito, se despide, asciende a un colectivo y otea a las pasajeras, ninguna de las cuales engancha con las miraditas, por lo que llega a destino, sin novedad. Soluciona engorros en el instituto y conversa con una flaquita que no tenía computada, nueva alumna de gimnasia rítmica. Amancio la acompaña a su casa, en Boulogne. Ella guía con vivacidad el Renault 18 de su padre. Con vivacidad le trasmite que no posee registro de conductora, pero sí elementos (salvoconductos) probatorios de que su padre es un general de la Nación. Anochece. Estaciona el auto a algunas veredas de su casa. Calle arbolada. Al descender del automóvil, Amancio con disimulo acomoda su trajinado instrumental fuera del slip. Besa con cautela a la flaquita, y posteriormente con vehemencia, incrustándose en ella la promueve para causas aún más conmovedoras. Ella se justifica (aunque Amancio no ha verbalizado ninguna proposición), explicitando motivos por los que no podría ahora prolongar su permanencia con él. Se citan para el domingo en la confitería Caddie.
Después de un par de trayectos en colectivos, en uno de los que procura en vano simpatizar con otra joven discurseándole que “supongamos que soy uruguayo, supongamos por lo tanto que requiero de una cicerone, supongamos que vos te ofrecés para que investiguemos esta gran metrópoli”, piensa: “Rígida. Yo tan ocurrente, tan suelto, y ésta, impávida, obtusa. Hoy no pasa nada en los colectivos”. Llega Amancio al edificio del diario La Razón. Tal vez Eva estuviese disponible. No ha estado con ella desde octubre. La extraña, ella no lo ha contactado. Tiene ganas de ir al cine con ella, de cenar, y de todo lo demás. Lo recibe en su escritorio, y contentísima da por terminada su labor. En taxi se trasladan al restaurante Río Rhin, en Almagro, a la vuelta de la casa de Eva. Comparten el vistoso pollo “a la carroza real”, un panqueque de banana, y ella toma un café. El cine quedará para otro día. Ya en el departamento de Eva, estilo jiposo, Amancio canta temas suyos (y míos) mientras ella lo graba. Con Amancio cantando desde el casete, ambos juguetean a desvestir al otro. Eva pide break para conectar el contestador telefónico y colocarse el diafragma. Concedido el responsable break, se demoran en un sesenta y nueve, hasta que Eva interrumpe, saturada. Amancio la penetra con lentitud. Ya jueves catorce y una y cuarenta y cinco, a Amancio le aguarda dormir enroscado con su querida Eva hasta el amanecer. Y entonces regresar será el imperativo, salir de allí, caminar, cielo y porteros que lavan las veredas, y dormir otro rato en su propia cama, y la vida sigue, y él sigue, mi amigo, argentino y varón, compulsivo y equidistante.
Andrés Guzmán Díaz
Rubén Hernández Hernández
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