No deploro ni un instante de los que he dedicado al placer.
Lo hice plenamente como deberíamos hacer todo lo que hacemos.
No hubo placer que yo no experimentase; eché la perla de mi
alma en una copa de vino, descendí por el sendero florido de
margaritas al son de las flautas; viví de panales de miel.
Pero continuar la misma vida hubiera sido un error, habría
sido una limitación. Debía ir adelante: la otra mitad del
jardín tenía también secretos para mí.
Hay una escena en “El fantasma de Canterville”, de Óscar Wilde, realmente conmovedora, cuando el fantasma le ruega a la jovencita Virginia con estas palabras: “Debe llorar por mis pecados, porque no tengo lágrimas; y orar conmigo porque no tengo fe. Entonces, si usted ha sido siempre dulce, buena y gentil, el Ángel de la Muerte se apiadará de mí”. El fantasma había cometido un crimen trescientos años antes y penaba todavía.
La escena, me parece, guarda una relación simbólica con la muerte del autor irlandés. La desigualdad de los comentarios en torno a su obra literaria, y la reprobación sobre todo a la vida que llevó, es injusta e inmerecida. En algunos casos, sus comentaristas están sobrados de inquina. De su vida pública se ha escrito tanto después de su muerte que no le han dejado oportunidad de defenderse ante la eternidad. De su obra literaria, los conocedores de las letras universales saben justipreciar sus aportes y su herencia en la literatura.1
Así como por el fantasma de Canterville, cualesquiera que hayan sido sus pecados, se debería llorar por él. Y no digo esto por piedad para ese gran hombre que fue Óscar Wilde (además, ¿quién sería el mortal capaz de lanzar la primera piedra, limpio de toda culpa?), sino porque todos los hombres somos de algún modo dignos de piedad.
Para hablar de la vida y obra de este escritor hay que transitar de una a otra sin cortapisas. Solamente en esta correspondencia podrán tener sentido las ideas que pregonó en sus escritos y que son ahora su único testimonio. De esta manera indisoluble tiene que mirarse la vida y la obra de Óscar Wilde, aunque parezca contradictorio hablar de su grandeza como escritor y de la “bajeza” (pongo esta palabra entre comillas) de su vida pública. Pero esa misma contradicción, signo de existencia en él, parece vislumbrarse entre el autor de los tan célebres cuentos “El príncipe feliz” y “El gigante egoísta”, imprescindibles en cualquier antología de literatura infantil, y el autor de la polémica y cimbradora novela El retrato de Dorian Gray, no apta para espíritus dubitativos.
Óscar Wilde (nació en Dublín un 16 de octubre de 1854) fue hijo de la poetisa Speranza, traductora de Dumas y Lamartine al inglés, y de William Wilde, un hombre de la aristocracia inglesa y el mayor especialista de su época en males de la vista y el oído, inventor de la operación para las cataratas. De ambas partes recibió influencias culturales decisivas. Fue, en todo caso, un niño mimado y sobreprotegido. El escritor español Ramón Gómez de la Serna observa en este detalle de su infancia el inicio de su amaneramiento; igualmente, Ramón Pérez de Ayala, contemporáneo del anterior, define al Wilde de esta época como un enfant gaté, un niño echado a perder.
Estudió en el Trinity College de Dublín, destacándose en estudios clásicos. Y en Oxford, Wilde reafirmó su calidad como especialista del latín y el griego. En esta época adquirió esa tendencia por el preciosismo en la expresión artística, el fin de la forma en la forma misma. Fue su mejor época, exuberante y magnífica. Gómez de la Serna nos describe a Óscar Wilde de la siguiente manera:
“Es rubio y con la raya en medio. Esto es muy importante. [...] Era su tipo excesivo, tipo del hombre suntuoso de abrigo de pieles, un poco primer actor de facha opulenta o el tenor que es algo más que tenor. Le obliga el descaro de su tipo y le somete su rostro rubicundo, mandibular, pastoso y arrequesonado. O tenía que ser un tímido enorme y sentirse perdido y desairado bajo la luz, o afrontar todo con exageración. Su rostro, su raya ‘en medio’ y su corpulencia, blanda, chocante y empapada de voluptuosidad láctea, le comprometieron sobre todo” (Gómez de la Serna, 1981, p. 8).
Óscar Wilde adoptó la extravagancia para hacerse notorio en la vida pública de Londres. Vestido con la moda más audaz, le encantaba ser sujeto de conversación: por ejemplo, se cuenta la anécdota de que mandó confeccionar “al mejor sastre de Londres un traje de mendigo, desgastado con piedra pómez, trabajado como un aguafuerte sobre la miseria, para un pobre que se establecía bajos sus balcones” (ib., p. 9). En la entrada de su casa colgaba un anuncio que decía: ÓSCAR WILDE, EL MEJOR ESCRITOR, 116 BRIDGE STREET. Y conseguía esta notoriedad: los periódicos se ocupaban de él.
A este tiempo pertenecen sus primeras publicaciones: Ravena (1878) y Poems (1881). También es la época de su inusitado viaje a Estados Unidos. Fue contratado por un empresario para dar conferencias sobre “la nueva estética de fin de siglo”, no en las ciudades cultas del Atlántico americano sino en el lejano oeste. Él mismo contaba después sus aventuras en largas sobremesas en París, las que fueron publicadas, al parecer, en el Journal de los hermanos Goncourt. Se sabe que, al llegar a la aduana, los oficiales norteamericanos le preguntaron si tenía algo que declarar, y Wilde les contestó: “Mi talento”. Wilde observó el oeste americano en toda su desconcertante maravilla, emanada de la ingenuidad y su insospechable violencia. Un día —contaba— encontró un letrero en un salón de Texas que decía: “Se ruega no disparar los revólveres sobre el pianista, que toca lo mejor que puede”. En otro lado, en ese mundo donde imperaba el revólver y sólo se comprendía la muerte por bala, luego de haber dado una conferencia sobre Benvenutto Cellini, un escultor italiano del siglo XVI, Óscar Wilde fue interpelado por varios cowboys: “Tiene usted que traerlo aquí y presentárnoslo”, dijo uno. “Lo haría con mucho gusto”, contestó Wilde, “pero es imposible. Benvenutto ha muerto hace muchísimos años”. “¿Ha muerto?”, exclamó otro cowboy, “¿y quién le pegó el tiro?” (ib., pp. 10-12).
Óscar Wilde, cabe reafirmarlo, fue un excelente conversador: siempre hablaba de sí. Fue su estrategia personal para hacerse interesante ante los demás. Esto lo podemos deducir de lo que él mismo hizo decir a uno de sus personajes: “Cuando unas personas nos hablan de otras, resultan molestas por lo general; pero cuando hablan de ellas mismas, son casi siempre interesantes” (Wilde, 1986, p. 15). En Wilde la idea de la realidad anticipa a su realización: imaginar una idea era solamente para buscar verla cumplida en él.
Cuando Óscar Wilde regresa a Londres su vida de esplendor crece. Publica sus narraciones cortas El crimen de lord Arthur Saville y otros cuentos, relatos escritos entre 1885 y 1891; edita su única novela El retrato de Dorian Gray, 1891; y aparecen sus ensayos, los que más tarde serán compilados en un solo volumen, Intenciones. Sus comedias El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia, Un marido ideal y La importancia de llamarse Ernesto se suceden de estreno en estreno; inclusive llegan a estar representadas en tres teatros al mismo tiempo. Óscar Wilde ganaba entonces la suma exorbitante para un escritor: 200,000 chelines por año (Gómez de la Serna, op. cit., p. 13). Llegó incluso a burlarse del inglés medio. Era el divo entonces y podía permitirse todo.
Tanto éxito lo volvió excéntrico. Óscar Wilde fue cada vez más individual y diferente al gentleman que la etiqueta y la regla social de su tiempo exigían. Para muchos, su relajamiento de costumbres era una clara expresión de la “decadencia moral” en que desgraciadamente caían ciertas personalidades cultas. Sus contemporáneos empezaron a soportar de mal modo su genio: ni él, ni sus personajes, se detenían ante la experiencia del arte y de la vida; en uno había que surcar todos los horizontes, en otra ahondar en todos sus pliegues. No opuso ninguna restricción moral.
En noviembre de 1891 hizo un viaje a Argel, en donde conoció a André Gide, catorce años más joven que él. En largas conversaciones con el francés defendió su doctrina del extremado individualismo cuya búsqueda del placer debía ser sin rubor, sin vergüenza o disimulo (Carbayo, 1991, p. 14). Gide nos daría cuenta, años más tarde, de algunas de las palabras de entonces: “¿Quiere usted —me dijo Óscar Wilde—, saber el gran drama de mi vida? Consiste en que he puesto todo mi genio en mi vida, y en mis obras sólo he puesto mi talento” (Gómez de la Serna, op. cit., p. 14). Su influencia en Gide fue tan contundente que solamente a él puede vérsele como el continuador de la estética wildeana. (El escritor francés escribiría en 1902, dos años después de la muerte del irlandés, una novela cuyo personaje recuerda mucho a Óscar Wilde; el título, por lo demás, revela el alma del personaje: El inmoralista). En aquella ocasión, en el extremo de su individualidad, Wilde premonitorio agregó: “Hay que desear siempre lo más trágico”.
Y obsesionado por un trágico futuro volvió a Londres. Óscar Wilde, casado desde 1884 con Constanza María Lloyd, a quien amó de forma desmedida y pasional y a quien del mismo modo rechazó cuando sobrevino el primer embarazo, abandonó la vida conyugal (Diccionario de autores, 1989, p. 2,990). Empezó a llevar una vida alterna, nada grata a los reprobables ojos de la sociedad inglesa, que no podía permitirle al divo un escándalo de esa naturaleza. Wilde salía frecuentemente de viaje con el joven Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry. El muchacho, molesto con su padre, se lucía con el escritor en los altos círculos sociales. Óscar Wilde, amorosamente sujeto a sus veleidades, no cavilaría sino años después en las intenciones desleales del joven:
“Recuerdo bien que estabas convencido de que dedicarte a mí en exclusiva, excluyendo de tu existencia a la familia y la vida familiar, constituía una prueba suficiente de tu gran afecto por mí y de lo mucho que me valorabas. Sin duda así te lo parecía a ti. Pero había algo más que te ligaba a mí: el lujo, la vida despreocupada, el placer ilimitado, el dinero sin restricciones” (Wilde, 1998, p. 33).
Pese a la felicidad consciente de aquellos días, la desgracia se cernía en el horizonte de Wilde. Y él la esperaba como el final previsto. Si la vida, al fin y al cabo, era una novela, tendría que terminar como acababan las grandes novelas: en la tragedia, esa estética mayor en la vida de una persona.
No obstante, de prever consecuencias fatales en el futuro inmediato, el irlandés prefirió seguir con fidelidad la doctrina que preconizaban sus personajes. Había escrito, en voz de lord Henry en El retrato de Dorian Gray: “El fin de la vida no es otro que desenvolver la personalidad” (Wilde, 1982, p. 660). No había que asustarse de sí mismo; había que cumplir con el deber más alto del hombre, el deberse a sí mismo; no regirse jamás por el terror a la soledad, base de la moral.2 Wilde cumplía sus propias ideas, desarrollaba una personalidad tanto tiempo adormecida. Comenzaba a pasar de la escritura a la vivencia: actuaba su propia obra.
A principios de 1895, la relación con Bosie (como lo llamaba Wilde) se había vuelto caprichosa y violenta por los arrebatos del joven. Hacía tiempo que la disciplina y la continuidad de trabajo del escritor habían menguado sensiblemente. El escritor parecía depender, en grado extremo, de las emociones de Alfred Douglas. Por otro lado, el padre del muchacho había iniciado una serie de ataques públicos a la persona moral del artista, lo buscaba por todos los restaurantes de Londres con el fin de insultarlo delante de todos, “dejándome en una postura tal que si me vengaba era mi ruina y si no lo hacía también” (Wilde, 1998, p. 37). Fue entonces cuando el joven amante instó a Óscar Wilde a demandar a su padre.
En los dos primeros días del juicio ante el Tribunal Central, el padre ocupó el banquillo de los acusados. Pero una carta de Wilde a Bosie, encontrada de manera casual, sirvió al abogado del marqués de Queensberry para virar el proceso: Alfred Douglas, al parecer, había olvidado la carta en uno de los hoteles donde había estado con el escritor. Y el irlandés pasó a ocupar el banquillo, al tercer día del juicio.
Óscar Wilde fue injuriado, acusado de sodomía. El escritor se defendió, apeló al Tribunal, cansado de ser perseguido por su diferencia sexual. Era el momento que la sociedad inglesa había esperado: su revancha contra el divo. Pero él no se arredró ante la condena pública. Adoptó la mejor de sus posturas y resolvió con ironía todas las preguntas que se le formularon.
En las sesiones del juicio se mostró ingenioso y despreocupado. Muchas son las anécdotas que giran en torno al proceso. Por ejemplo, cuando se le interrogaba sobre la ambigüedad que existía en la carta, Wilde respondió: “Es mi peculiar modo de escribir”. En otro momento, un comisionado corrupto intentó venderle su propia carta para que desapareciera la prueba y el escritor rehusó comprársela. Terco, el comisionado le insinuó: “Una persona me ha ofrecido por ella sesenta libras esterlinas”. “Si usted se quiere guiar por mi consejo, véndasela. A mí nunca me han pagado tanto por una obra de tan corta extensión. Pero me enorgullece saber que en Inglaterra aún hay quien considera que una carta mía vale tanto dinero”, le contestó el divo Wilde (Gómez de la Serna, op. cit., p. 16). Finalmente, no es la carta la que lo pierde, sino sus contestaciones.
¿Cuál era el verdadero delito de Óscar Wilde: su decisión personal o haber escrito? José Emilio Pacheco nos lo dice así: “Se le condenaba menos por sus relaciones con lord Alfred Douglas que como escarmiento contra el ‘esteticismo’ que amenazaba las necesidades imperiales de Gran Bretaña, y por el odio acumulado gracias a los ataques contra la clase dominante que aparecen en sus comedias y en sus cuentos, [a las] denuncias de los males causados por el imperialismo y el capitalismo” (Pacheco, 1982, p. 645).
.Óscar Wilde fue condenado a dos años de trabajos forzados por corrupción de menores. Parecía pagar además por las culpas de sus personajes, por los crímenes de Dorian Gray, por los sarcasmos de lord Henry.
Un desplante último de su genio, a manera de fino sarcasmo, fue disputarle a los policías que lo acompañaban el pago del coche que lo condujo a las puertas de la cárcel: “un gentleman paga siempre el coche que le conduce”, dijo y extrajo dinero de su levita negra.
La condena a dos años de prisión fue la ruina total de su existencia. Los abogados, para pagarse las diligencias del juicio, se apoderaron de su casa, incautaron sus libros y muebles para venderlos a precios realmente irrisorios. Los acreedores no supieron valorar los dibujos de Burne-Jones y Whistler; las pinturas de Monticelli y Simeon Solomons; la estupenda colección de volúmenes de poesía, regalo de los poetas de su tiempo, desde Hugo hasta Whitman, desde Swinburne hasta Mallarmé, desde Morris hasta Verlaine; las ediciones de lujo y los premios universitarios de su padre. “La pérdida total de mi biblioteca, algo irreparable para un hombre de letras; la pérdida material más terrible para mí” (Wilde, op. cit., p. 41), escribiría Óscar Wilde. Alfred Douglas, por su parte, no hizo nada por rescatar algunos de aquellos libros; no metió las manos por quien había gastado su fortuna y su honra sólo por complacerlo. El escritor irlandés fue declarado en bancarrota.
La cárcel para un hombre tan fino, tan agudo, tan necesitado de la sociedad para vivir, fue un duro golpe a su ego. Se organizaron quemas de sus libros, fueron subastados sus vestidos y sus joyas, apedreados los escaparates de un librero que exponía su retrato. Su exesposa había emigrado de Inglaterra. Así pagaba Óscar Wilde el reto de llevar su movimiento estético (como una otra moral) hasta las últimas consecuencias ante la sociedad victoriana. Su encarcelamiento ahondó la ruptura entre el artista y la sociedad (Pacheco, op. cit., p. 645).
En el presidio, Óscar Wilde dejó de tener nombre: fue llamado solamente por un número y una letra, correspondiente a la celda que ocupaba en una larga galería. Aquel, que firmó con orgullo libros y pagarés y fincó en su nombre el paso a la historia, se había vuelto un ser sin nombre. Nadie como él para sentir en ese detalle la lección más amarga de la vida.
Seis semanas después se enteró que Alfred Douglas, son Prince Fleur de Lys, intentaba publicar una versión sobre su caso en los periódicos franceses haciendo uso de las cartas personales que le escribió. Era una traición inconcebible para Wilde: nadie podía usar la intimidad de una correspondencia, que carece de inicio la pretensión del escritor, para hacerla pública. Ya años antes el mismo Wilde había escrito unos versos cuando vio con disgusto y desdén la subasta de unas cartas de John Keats:
Creo que no aman el arte
quienes rompen el cristal del corazón de un poeta
para que ojos pequeños y enfermizos brillen deleitados (Wilde, op. cit., p. 46)3.
Por desgracia, la versión que corrió en Europa fue la que el marqués y su hijo difundieron con el afán de salvar la reputación familiar. “Esa versión es la que en realidad ha pasado a la historia; es citada, creída y reproducida; el predicador la utiliza como texto y el moralista como tema estéril; y yo que he apelado a todos los tiempos y generaciones [la] he tenido que aceptar” (ib., p. 47).
Tres meses después, Óscar Wilde se enteró de la muerte de su madre. Fue un golpe más en su caída. El gran escritor, maestro del lenguaje, no halló palabras para expresar el dolor. Qué podía decir si, a sus propios ojos, había mancillado el nombre de su madre para toda la eternidad. Calló porque el dolor no tiene palabras, sino tan sólo lágrimas.
Allí en la cárcel escribió la Epístola in carcere et vinculis, una larga carta dirigida a Alfred Douglas, su Bosie, son Prince, que sería publicada póstumamente con el título De profundis. La escribió en hojas sueltas que él depositaba en manos del alcaide. Le fueron entregadas el día de su liberación. En ese manuscrito puso en orden los hechos que lo llevaron a su ruina existencial, aclaró con detalle el proceso que lo condujo a la prisión y la amargura del abandono y traición de lord Douglas. En una larga digresión, con inusitada clarividencia, habla de Cristo. Finalmente, Wilde era un irlandés católico, y sólo Él podía perdonarle: “El hecho que Dios ame a los hombres prueba que en el orden divino de lo ideal está escrito que hay que prodigar el amor eterno con los que son eternamente indignos de él”, escribió, no exento de tristeza (ib., p. 78). Dijo de Cristo: “Su moral es la simpatía […] su justicia es poética, que es como tiene que ser la justicia. El mendigo va al cielo porque ha sido desdichado. No consigo imaginar una razón mejor para enviarle allí” (ib., p. 79).
Por el tono que guarda esta larga carta confesional de Wilde, Ramón Gómez de la Serna escribió al respecto: “Sólo por la piedad se abre toda obra al infinito” (Gómez de la Serna, op. cit.).
Cuando Alfred Douglas recibió la transcripción del manuscrito de Wilde destruyó el texto pensando que nadie sabría de él, pues comprometía su versión ante la historia. No supo que el amigo de Wilde, Robert Ross, conservaba el original y una copia al carbón. Años después, Alfred Douglas se enteró de la existencia del manuscrito y se lo reclamó a Ross, quien lo depositó sellado en el British Museum para evitar desavenencias judiciales. El manuscrito no pudo ser publicado íntegro sino después de 1960, según una cláusula convenida entre el destinatario Douglas y el representante de los derechos de publicación, Robert Ross, quien procedía según el deseo de Wilde. De esta manera, el amigo legaba a la posteridad la expiación de Óscar Wilde.
Fue liberado el 19 de mayo de 1897. Su esposa ya había muerto en Ginebra y él había envejecido y renqueaba de una pierna. Ese mismo día salió de Inglaterra.
Se había propuesto empezar una nueva vida en Francia. Para conseguirlo, cambió de nombre por el de Sebastian Melmoth, apellido que tomó de la novela de un patriota irlandés, Charles R. Maturin: Melmoth, el errante. De esta época procede su mejor poema, La balada de la cárcel de Reading.
Pero Óscar Wilde estaba arruinado moralmente y no supo levantarse de tan honda caída. No volvió a escribir. Ni siquiera tuvo el reconocimiento del viejo escritor venido en desgracia. Su apariencia se deterioró y pudo ser confundido con un clochard, con uno de esos vagabundos que recorren París y duermen bajo los puentes del río Sena. Así vivió sus últimos días: en la miseria. Así lo conoció Rubén Darío: entre escritores de quinta categoría, bohemios empedernidos, vagos y ociosos.
Fue en los tiempos en que el propio escritor se consolaba diciendo a quien quisiera oírlo: “Yo no he mezclado, como la mayoría de las gentes, mi parte de felicidad con mi parte de desgracia. Fui durante bastante tiempo el más feliz de los hombres y bien merezco por eso ser el más desgraciado” (ib., p. 26).
Un buen día, Óscar Wilde murió. Era el 30 de noviembre de 1900. Lo encontraron muerto en el Hotel d’Alsace, un lugar modesto donde vivió sus últimos meses. Muy pocos amigos lo acompañaron al cementerio. Le pusieron un versículo de Job a su lápida: “Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos”, una frase bastante epigramática como las que Wilde solía escanciar en todas sus obras.
Tiempo después trasladan sus restos al Pére Lachaise, el cementerio donde están enterrados Musset y Balzac. Erigen un monumento en su nombre, pero fue demolido por orden del departamento del Sena por considerarlo un atentado al pudor. Se publican libros insolentes contra su obra y persona como el que escribe el mismísimo lord Douglas años más tarde Óscar Wilde y yo.
Desde entonces, como el fantasma de Canterville, Óscar Wilde no ha podido descansar aún. Falta quien llore por sus pecados porque él ya no tiene lágrimas.
Jorge Luis Borges, atento lector de la literatura inglesa, compendia en pocas palabras la vida de Óscar Wilde: “Jugó trágicamente con su destino: inició un pleito que sabía de antemano perdido y que lo llevaría a la cárcel y a la deshonra. En su destierro voluntario le dijo a Gide que él hubiera querido conocer ‘el otro lado del jardín’ ” (Borges, 1986, p. 9).
Óscar Wilde, cuya obra puede ser polémica, trivial o demasiado profunda, o puede dirigirse a niños, mujeres u hombres según el libro exacto, no tuvo un programa previsto para crear. Frecuentó, acaso, una sola tendencia: escribir como todo buen escritor, de lo que le vino en gana y de lo que apeteció. Y lo hizo con su mayor virtud: el encanto, virtud sin la cual todas las demás son inútiles, como observó Robert Louis Stevenson (id.). El mismo Jorge Luis Borges dijo en torno al encanto que despierta la obra de Óscar Wilde:
“Los largos siglos de la literatura nos ofrecen autores harto más complejos e imaginarios que Wilde; ninguno más encantador. Lo fue en el diálogo casual, lo fue en la amistad, lo fue en los años de la dicha y en los años adversos. Sigue siéndolo en cada línea que ha trazado su pluma” (id.)
Fue un autor polígrafo: escribió narraciones cortas, comedias de finísimo humor, ensayos críticos agudos y polémicos, artículos periodísticos triviales y fascinadores, una sola novela perfecta y escandalosa en su época, poemas, y su larga epístola escrita en la cárcel.
No obstante estar a la deriva en ese futuro de su muerte, en el que sus detractores intentaron todo por hacerlo olvidable, Óscar Wilde ha sido mejor comprendido y estudiado en el siglo XX. Su obra, como dijo Borges, no ha envejecido: pudo haber sido escrita esta mañana.
“Lo que tengo ahora delante de mí es mi pasado. No me queda más remedio que contemplarlo con otros ojos, para que el mundo lo contemple con otros ojos y Dios lo contemple con otros ojos. Y eso no puedo hacerlo ignorándolo, desdeñándolo, alabándolo ni negándolo. Sólo puedo hacerlo de verdad aceptándolo como una parte inevitable de la evolución de mi vida y mi personalidad, bajando la cabeza ante la realidad de mi sufrimiento”.
De profundis, Óscar Wilde
1 Relación de los libros de Óscar Wilde. Poesía: Ravena (1878), Poems (1881), Balada de la cárcel de Reading (1898). Cuentos: El príncipe feliz y otros cuentos (1888), La casa de las granadas (1891). Novela: El retrato de Dorian Gray (1891). Ensayo: Intenciones (1891). Teatro: El abanico de Lady Windermere (1892), Salomé (1893), La importancia de llamarse Ernesto (1895). Epístola: De profundis (póstuma e íntegra, 1962).
2 Parafraseo parte del diálogo de lord Henry, en Wilde, 1982, p. 660.
3 Nota bene: estos versos de Wilde bien pueden reprobar ese afán inútil de rescatar cartas y escritos personales de Rulfo y Borges con el fin de hacerlas públicas, ya que solamente sirven para la ganancia económica de sus deudos; en el fondo sólo defraudan lo que ellos consideraron estrictamente su literatura.
Borges, Jorge Luis (1986). “Prólogo”. En: Wilde, Óscar. Ensayos Artículos. Barcelona: Hyspamérica.
Carbayo, Margarita (1991). “Introducción”. En: Gide, André. El inmoralista. Madrid: Cátedra.
Diccionario de autores (1989). Madrid: Bompiniani.
Gómez de la Serna, Ramón (1981). “Prólogo”. En Wilde, Óscar. El retrato de Dorian Gray. Barcelona: Bruguera.
Pacheco, José Emilio (1982): “Notas”. En: Wilde, Óscar. El retrato de Dorian Gray. México: Promexa.
Wilde, Óscar (1998). De profundis. México: Fontamara.
—— (1982). El retrato de Dorian Gray (Gran colección de la literatura universal. Tomo I de literatura inglesa). México: Promexa.
—— (1986). Ensayos. Artículos. Barcelona: Hyspamérica.
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