Es una fría mañana auspiciada con acordes
de autos y violines:
J. Strauss valsa entre los despojos
de la última insoluble pesadilla.
El teléfono suena: claro y enérgico,
se incorpora por méritos propios
al inaugural presentimiento
del siemprevivo desastre
confirmado al paso de las horas.
El despertador marca las seis de la mañana:
visto a la distancia que media
entre carátulas y manecillas,
lo anterior no es un naufragio:
la perspectiva se pierde
a la simple mención de irrisorias
magnitudes espaciales.
Pero basta acercar un mínimo el corazón
para ahogarse en la tormenta.
Mi hija duerme,
se pasea invulnerable
por un sendero azul de estrellas.
Yo constituyo la presa fácil
de su agudo escarnio,
de su infalible amor.
Mi hija duerme.
El reloj tirita.
Strauss valsa indiferente.
Nadie contesta el teléfono.
La mañana puede ser el mismísimo Dios,
al margen de la luz (cristales minúsculos
en la hoja escrita), Strauss, el sueño de la niña,
el aroma, el clima, el teléfono.
Todo bien puede ser Dios
si yo quisiera
o el naufragio
si mi tristeza
así lo decidiera.
Si esta mañana acudiese a mi mal pagado empleo
cometería la única falta imperdonable de mi vida.
Una incomprensible alegría enfurece mi razón.
Pierdo todo asomo de animal inteligente.
¿Quién puede tener la audacia de morir
en esta aurora transparente del invierno?
Prometo recobrar lo perdido,
pagar lo debido,
deponer el sentimiento de la afrenta,
hacer ejercicio,
fumar menos,
emborracharme aún menos. Así lo determino
mientras este río de sucesos irrumpe
al revés y al derecho en mi cabeza.
Nubes blanquísimas flotan extraviadas.
El olor a vida se me impregna.
Vaso de leche fría, mi desayuno.
7:00 A. M. mañana de un lunes.
Seguiremos haciendo el amor
en este violento
y próximamente inhabitable espacio.
Epílogo que se pretende reflexión
No me auguro ningún final feliz,
lo cierto es que ningún final es feliz,
pero después de todo,
como cualquier héroe
de la Ilíada,
yo también moriré
para que otros sobrevivan.