Hoy desperté transfigurada en niña rata. Miré mis manos, ahora llamadas patas, toqué mi hocico, mis orejas alargadas, sentí mi piel áspera, densa y aún sin mirarla supe que era color gris.
Traté de no alarmarme, pues tiempo atrás se anunciaba el extraño cambio en mi aspecto físico. Los profesores me decían que tal involución era inevitable a pesar de que aún existíamos lectores.
No pude más que ponerme de pie.
Resignada y si mayor sorpresa volteé al lado y en la cama gemela próxima a mí estaba mi madre convertida en señora rata.
Fue entonces cuando sentí una pesadumbre extraña, como caminar descalza por varias horas en una senda empedrada bajo el sol. Solo al verla a ella entendí ahora nuestra condición de ratas y recordé cuando fuimos humanas; cuando todos fuimos humanos.
Mi ojo izquierdo derramó una lágrima que me provocó recordar los sueños que tuve en la universidad por apoyar al partido que llevaba este apelativo; esos sueños ahora no existen y el partido hace años que murió.
Recordé los pensamientos que tuve cuando aún era humana y me cuestionaba sobre lo que pasaría en la sociedad al vernos todos convertidos en ratas: ¿qué comeríamos? ¿En dónde viviríamos? ¿Qué leeríamos?
La interrogante ahora parece tener respuesta: la gente sigue comiendo la misma mierda, viviendo en la misma mierda y leyendo... si acaso sucede... la misma mierda.
Dichas cuestiones hacían más pequeño el principal órgano que me mantenía viva. Alguna vez leí que si no amaba mi corazón se secaría. Ese pedazo de carne tamaño puño humano que ahora no es más que un pedacito de uña ha quedado inerte.
Decidí vestirme para ir al trabajo pero de igual forma recordé que no necesitaba mayor vestimenta que la piel; ahora todos éramos uniformes, con el mismo color grisáceo, el mismo tamaño y olor repugnante.
Salí de casa, subí el autobús, el cual no tenía asientos, ahora todas las personas iban en cuatro patas cargando en su espalda a sus crías; nada distinto a cuando fuimos humanos.
Llegué a la fábrica en donde laboraban más de cien ratas. Abrí la oficina con mi llave especial, me dispuse a seguir con las pólizas contables listas para ser selladas monótonamente una a una con la leyenda de “procesado”. La misma palabra me causaba escalofríos, pues aún tenía reacciones humanas; sin embargo ahora mi piel no se erizaba.
Para las personas... mejor dicho, para las ratas que algún día fueron personas, el cambio no fue sorprendente. A cada habitante de esta ciudad le ofrecieron mil pesos, una televisión y una despensa a cambio de convertirse en rata.
Conforme el tiempo transcurrió todos aceptaron. Yo recibí una amenaza mortal que al final terminó por concretarse: “Muere padre de familia tras oponerse al régimen” a pesar de esta muerte innecesaria —o necesaria—, mis propios pensamientos, sentimientos, la poca paz interior y cataclismos terminaron por convertirme en lo que soy ahora.
Justo antes de esta metamorfosis pensé en ser madre. Pero esta transformación vista tan simple como un cambio de horario terminó por darme la respuesta. Por ello me quedé siendo niña y no soy mujer; soy una niña rata.
Decidí quedarme con mis libros y sueños de viajes; sin embargo después del cambio las ratas ya no tuvimos permiso para viajar ni en barco ni en avión. Aposté por recorrer caminos a pie, o mejor dicho, a pata para no perder la belleza estética que ahora se ve en todas las revistas editadas y ahora nombradas Cosmorat y Rata bien.
Los pocos amigos que tenía fueron transformados; ya no hay nadie en quien confiar. Todo parece el fin. Pero el fin no existe hasta que desaparece el ser y yo sigo aquí.
Existo por el número de trabajador que me otorgaron, por la deuda que debo en el banco, existo por el número de casa en la que habito, por el número telefónico y número de alumno. Existo porque soy un roedor de 21 centímetros que lleva pegado a su pecho una cadena que alberga un número junto al corazón y junto al alma.
Esto que les cuento sucedió quizás un día de este siglo o del pasado. Hay datos biográficos sobre ella, pero por los hechos será mejor no recordarlos…
Después de la separación de mis padres, decidimos mi madre y yo mudarnos un día viernes por la noche, tal vez lo más adecuado no fue la hora, no fue el tiempo ni el lugar. Nos cambiamos a un edificio elegante color ocre detallado con espirales de herrería negra; tiempo después supe que había formado parte de un castillo que tenía más de cien habitaciones.
La puerta de madera de cedro abría paso para colocar los muebles dentro de la casa y recorrerla de a poco, espacio por espacio. Existía en aquel lugar un ambiente sombrío como invadido por neblina aún en el interior. Había candelabros y candiles que colgaban de las paredes, eran objetos viejos quizá del siglo XVIII o XIX.
Mamá estaba feliz por el cambio; cambió el clima de verano por uno en donde parecía otoño e invierno todos los días. Yo no estuve muy feliz, hacía tiempo que no podía estarlo.
Al recorrer las habitaciones que habían sido parte de la historia de vida de mi bisabuela pude observar que la humedad en las paredes formaba rostros, algunos de animales; otros de personas. De haber sido una mujer normal, como hace algún tiempo, me habría aterrado.
Luego de subir las escaleras y llegar a la habitación que sería la mía, me di cuenta cómo en la pared izquierda a la puerta y en una parte del techo se formaba el rostro pálido de una mujer con el cabello decorado con flores. Era una mujer de labios delgados y ojos alargados. En ese momento recordé algo que alguna vez leí: “los labios delgados se callan más cosas”. Lo ignoré y comencé a desempacar.
Cuando quise colocar mi ropa en el armario color café pegado a la pared encontré un doble fondo y un maletín con un álbum de fotografías. Al abrirlo encontré un bloc de notas de una pareja de jóvenes enamorados y pude notar que la chica de cabellera ceniza se parecía muchísimo a la mujer de la pared. Tenía ojos claros, casi color maple, labios delgados y la piel color porcelana.
En las primeras fotografías noté la imagen de aquella joven con un hombre militar que al parecer era su novio. Al dar vuelta a las hojas, amarillentas por el paso del tiempo, pude observar cómo la mujer parecía más contenta y joven, no así al final del álbum.
Todo transcurría sin mayor sorpresa, mi madre y yo estábamos listas para la cena. Bajamos las escaleras que rechinaban con cada paso. El reloj marcaba los minutos que pesaban en aquel lugar, aún no recuerdo a qué se debía tanta pesadez.
Al llegar la noche, desde la puerta de mi cuarto se escuchaban ruidos en el ático, era un teclear incesante en una máquina de escribir. Me levanté de la cama, caminé cerca del lugar donde se escuchaba aquel ruido, pensé en subir las escaleras pero un aire frío recorrió mi rostro y empujó mi cabello de regreso a la habitación. Me volví a dormir.
Noche tras noche esta era la constante. No quise decírselo a mamá debido a los problemas anteriores por los que había pasado, los cuales eran la herencia más notoria de papá.
Sabía que quien escribía era una mujer, tenía ese presentimiento. Ella escribía por las noches desde aquel cuarto oscuro y se escuchaba el teclear de la máquina de escribir cada vez más y más fuerte.
Un día de tantos fui valiente y me acerqué, escuchaba que aquella mujer hablaba perfecto inglés y murmuraba cosas al escribir. Un día le pregunté: Who know about you? Y me respondió sin problema. Pero al preguntar qué escribía se molestaba. Solo me contestaba: I’m writer. Yo le respondí que yo también lo era.
Seguía hablando, me pedía que terminara de escribir esa historia que con tanto empeño todas las noches redactaba. Yo no quería, porque para hacerlo tenía que subir aquellas escaleras de madera y verla quizás ahí, muerta o como un cadáver frente a sus letras.
Ante la negativa, me buscó; salió del cuarto pero solo era un rostro, una máscara de porcelana rosada que hablaba y me seguía por toda la casa para subir a su cuarto y escribir su historia, pues con su voz dictaba a aquella máquina el inicio de la historia pero al ser solo un rostro necesitaba de manos que le dieran fin.
Cada noche era lo mismo. No podía dormir porque sus gritos tormentosos no me dejaban. Me sentía obligada a escribir su historia que de alguna forma sentía que también era la mía.
Una mañana después de terminar de ver su álbum de fotografías en donde páginas después su semblante cambió, encontré en la última página una imagen en donde su novio la tenía entre sus brazos bañada en sangre.
Al ver aquella imagen algo nubló mi vista y fue como regresar el tiempo y ver la escena en donde aparecía ella llorando y corriendo como loca en esa casa; mi casa. Casi al final supe que se llamaba Ellen porque se escuchó un grito diciendo ese nombre después de que ella se lanzó por la ventana luego de enterarse de que su novio la engañaba.
Eso, ahora lo sé, lo viví; fui yo misma. Aquella historia trágica la guardo como un recuerdo fresco en la memoria, a pesar de que ahora pertenezco a este mundo de sinrazón e ideas inconexas que llaman esquizofrenia.