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La Navidad de Juliancito

Adelfa Martín

México

El frío era el pan nuestro de cada día para Julián. Por las mañanas, apenas con los primeros rayos del sol, salía de su escondite nocturno donde se la había pasado tiritando, para que algo de ese calorcito incipiente y mañanero le llegara al menos a sus huesos, pues el estómago... ¡ese era otro cantar!

Desconocía las estadísticas. Ignoraba que miles de niños como él poblaban los alcantarillados, los bajos de los puentes y alguna que otra casa abandonada y a punto de caerse. Apenas sabía de sus compañeros o vecinos, según fuera la distancia que los separaba, cuando en las noches buscaban refugio, ya que en lo particular jamás se aventuraba fuera de las 10 ó 12 calles que conocía. Tenía dos poderosas razones para ello: una, la desconfianza y miedo que le inspiraban algunos de los chicos de los otros barrios, y otra, la más importante, que no había olvidado las palabras de su madre. No te muevas de aquí, pronto vengo por ti. De eso, según sus cuentas, hacía alrededor de un año.

Conservaba en su bolsillo bien doblado y envuelto en un pedazo de plástico, restos de alguna bolsa recogida de la calle, el papel que su madre le había entregado, junto con un billete de cincuenta pesos —“es todo lo que me queda”— donde estaban escritos su nombre completo, Julián Sandoval Pérez, con su fecha de nacimiento —por eso sabía que tenía diez años— y el de su madre, Guadalupe Pérez. Nada más: ni lugar de origen, ni nombre del padre o algún otro detalle que le sirviera para, aunque fuera preguntando, llegar a donde ella. De vez en cuando se informaba con alguno de los muchachos mayores en qué fecha estaban, así sabía que después que su madre lo dejó en aquella esquina había cumplido años, con hoy, dos veces. Ella, que siempre lo llamaba Juliancito, le había dicho: “Hijo en apenas tres días vas a cumplir nueve años; a más tardar para esa fecha, habré regresado”.

Cada mañana se acercaba a doña Chona, que vendía su café de olla por allí cerca, para que le diera “tantito para el friyito doña”, y ella, que seguramente era poco menos pobre que muchos de aquellos chamacos, tenía sin embargo una sonrisa, un poquito de café y cuando las cosas no iban tan peor, un taquito.

—Hoy es mi cumple doña, ¿cómo la ve?

—¿De veras, mi’jito? ¿Y cuántos?

—Diez, doña, hoy cumplo mis diez años. Ya estoy grande.

—¡Ah, pos sí! Y como hoy es tu cumple, te mereces, como mínimo, dos tacos.

—No doña, no se fije; yo como quiera.

—Es mi gusto. Tenga sus dos tacos, ¡faltaba más!

Julián se dijo, mientras caminaba calle abajo, para ubicarse en la esquina del semáforo donde trataba de limpiar los vidrios de algunos coches para sacar su sustento: “Bueno, el desayuno lo libré, vamos a ver qué pasa el resto del día”.

Tenía muy clara la imagen de un pequeño apartamento donde su madre y él vivían, y allá muy lejos, en su mente, creía recordar la presencia de un hombre, alguien que alguna vez le pasó la mano por la cabeza, como en señal de una débil caricia, aunque de eso no estaba seguro. Lo más nítido de sus recuerdos, quizás porque era una de las cosas que más extrañaba, era la escuela, aunque no sabía dónde se ubicaba. Incluso podía recordar los nombres de varios de sus compañeros. Gracias a que terminó su tercer grado y a que su madre lo ponía a leer regularmente, era que podía saber lo que ella había dejado escrito, así que a cada rato pasaba y repasaba el papelito que conservaba en sus bolsillos, y además se servía de este conocimiento para ayudar a algunos de sus amigos de la calle, que sólo distinguían los autobuses por el color; él no, él podía leerles los lugares de destino.

”Se acerca la Navidad... otra vez”, decía uno de ellos, “y como el año pasado, el anterior y el otro, lo vamos a pasar con frío y tal vez hasta con hambre, aunque doña Chonita me dijo en la mañana que si podía nos acercaba alguito para comer aunque fuera a nosotros tres, que siempre andamos juntos”. “Ojalá”, respondió Julián, “mi mamá siempre hablaba de los milagros de la Navidad, aunque aún no he visto ninguno”.

Ese día hizo el mismo recorrido, comenzando por el cafecito —con ese sabía que podía contar— pensando que como era una fecha especial tal vez encontraría más vidrios para limpiar, o la gente sería más generosa. Ya el día anterior una señora, mientras le daba una limpiadita a su coche, le había regalado una chamarra bien abrigadora —“es que a mi hijo ya le queda pequeña, pero todavía está nueva” — que él había agradecido en el alma, porque lo ayudaba a sobrellevar mejor la intemperie. Se la abrochó bien, con el cierre subido hasta el cuello, por si otro chamaco más grande quería robársela, que no le fuera tan fácil quitársela de encima.

Cuando regresaba a su lugar para descansar, doña Chonita estaba parada en la esquina, y nomás lo vio, comenzó a hacerle señas llamándolo casi a gritos: “¡Chamaco... chamaco!”

—Mira mi’jito, desde la mañana andan unos señores preguntando por un tal Julián Sandoval Pérez. Yo no les dije que te conocía, porque ese es tu nombre, ¿verdad?

—Sí, doña, sí... ¿No sería mi mamá? —Julián dijo esto con los ojos iluminados por la emoción.

—No, te digo que eran unos hombres, en un tremendo coche lujoso. Les dije que investigaría con los demás niños y que si querían pasar mañana. Les pregunté de qué se trataba, y me respondieron que su familia lo buscaba. Pero ya sabes, con tanto robachicos que hay por ahí, me dio desconfianza.

—¿Mi familia? Segurito es mi mamá... pero eso del coche lujoso...

Nomás llegó a su refugio —así lo llamaban— le contó a sus dos compañeros este asunto. Ellos, ya un poco más grandes y con más tiempo de vivir en la calle, le dijeron: “Mira carnal, nosotros te acompañamos mañana. Quien quita y sí te estén buscando de a de veras, y si se trata de alguna tranza, ¡pues con los tres no van a poder!

Julián no pudo pegar un ojo en toda la noche. En los ratitos en que el sueño lo vencía veía a su mamá vestida elegantemente, como esos maniquíes de los escaparates de las tiendas, que corría hacia él abrazándolo y llorando diciéndole: “¡Juliancito, Juliancito!”

Esa mañana llegaron los tres juntos por el cafecito con doña Chona, quien disimuladamente les señaló unas personas que estaban de pie al lado de un coche estacionado en la esquina. Lo más raro, una patrulla policial también se encontraba en el lugar.

—Híjole —dijo uno de los muchachos—, también los tombos están ahí.

Doña Chona les hizo una señal a la personas, quienes se acercaron al puestecito de café.

—Uno de estos chamacos puede ser el que ustedes buscan —les dijo—, pero quiero saber de qué se trata esto.
Al mismo tiempo, de la patrulla policial había descendido una señora que se identificó como del DIF. Antes de mediar palabra, un hombre joven, no más de unos 35 años, mirando hacia Julián, le dijo:

—Por la edad, tú debes ser Juliancito, ¿verdad?

El niño, al escuchar ese nombre, preguntó de inmediato:

—¿Usted conoce a mi mamá?

—¡Por dios santo, es mi hijo!

—Veamos, veamos —dijo la representante del DIF—: ¿Sabes cuál es tu nombre completo?

Y Juliancito, metiéndose la mano al bolsillo, sacó su muy arrugado papel y se lo entregó. El que se decía su padre, prácticamente se lo arrebató diciendo:

—Tal cual, como dijo Lupita, que el niño tendría en el bolsillo un papel con sus datos. Hijo, yo soy Julián Sandoval, tu padre.

—¿Y mi mamá... y mi mamá?

—Ven conmigo, camino a casa te contaré todo.

—Bien, señor Sandoval —dijo la representante del DIF—, pero sabe que este asunto debe formalizarse, incluyendo realizarles a ambos una prueba de ADN.

—Sí, claro, señorita, todos los requisitos serán cumplidos.

Mientras caminaban a sus autos, no se dieron cuenta que el niño se había quedado parado, sin dar ni un paso.

—Juliancito, hijo, ¿por qué no vienes?

—No me voy a ningún lado sin mis amigos.

—Por supuesto hijo, disculpa. Vengan muchachos, por favor.

Juliancito, mirándolos les dijo:

—¿Conque una Navidad con hambre, eh? ¡Ahora sí que creo en los milagros!

Como por arte de magia, en el mes de febrero del año siguiente, la generosa señora que humildemente vendía su cafecito de olla en la esquina, inauguraba su negocio con el pomposo nombre de “Doña Chona’s Café y Pastel”.

¿La mamá de Juliancito? Bueno, esa es otra historia...

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