El primer recuerdo de mi vida es cuando mi padre se sacó el cinturón para darnos tres. Mi hermana Irma y yo tendríamos tres y cuatro años, respectivamente. Mis padres estaban en la misma habitación que nosotros jugando a las damas chinas teniendo como mesa, según recuerdo, una caja de cartón. Irma y yo andábamos locas dando de brincos sobre la cama (de mis papás, creo). El problema es que no andábamos descalzas. Llevábamos puestos los zapatos de mi mamá, los de tacones puntiagudos (de aguja), que eran la moda de mediados de los 1960.
Creo que de algún modo yo entendía que lo que estábamos haciendo era incorrecto, pero estaba confundida por el silencio y la concentración de mis padres en su juego (aparente indiferencia), lo cual nos llevó a pensar que la destrucción que creábamos no era en realidad nada grave. Pero claro que lo era. Para cuando teníamos el colchón en el piso sin dejar de saltar felizmente, sintiendo que los tacones se hundían en la borra del colchón, vimos que mi papi se levantaba de su silla y sin decir una palabra se sacaba el cinturón, para darnos tres a cada una.
A veces me pregunto si esa primera y violenta conciencia de mí me predispuso a que me convirtiera en mi peor juez y crítica, casi siempre esperando lo peor desde el comienzo (tendencia que espero ya superada).
A pesar de la pobreza y de los escasos recursos de mis padres, en general puedo decir que tuve una infancia feliz. Definitivamente no hubo excesos, ni abundancia, pero fuimos amadas y protegidas por Luis y Marga de la mejor forma en que ellos pudieron hacerlo.
El otro recuerdo que resalta en términos de lo que me hizo considerar la posibilidad de que soy merecedora y valiosa ocurrió a mis 16, estando ya en la prepa en México. Nuestro profesor de español nos dejó de tarea que escribiéramos un ensayo con el título “El día más feliz de mi vida”. Para entonces mi angustia adolescente me hacía cuestionar si yo podía decir que había tenido un día feliz, deprimida e infeliz como me sentía cotidianamente. Pero siempre estudiosa y obediente, después de mucho pensarlo me decidí por escribir acerca de la reacción de mi padre cuando se enteró de que había sido aceptada en el sistema educativo de la Universidad de Guadalajara para comenzar mis estudios preparatorianos. La reacción de mi papi fue una de tan extremo gozo que se quedó para siempre grabada en el alma de aquella muchacha de 16 años que yo era entonces. Todavía puedo desempolvar ese recuerdo cuando se me antoje: la blancura de su ancha sonrisa extendida por su rostro oscuro; el alto brillo de sus ojos negros; su grito de alegría y casi incredulidad (“¡Ya entraste, m’ija, ya entraste!”), mi extrañeza e incapacidad para comprender la intensidad de su emoción sobre el haber sido aceptada en aquel imponente y colonial edificio. Lo que sea que haya sido, es bueno, reflexioné: mi papi está contento (por ende, “el día más feliz de mi vida”).
No fue hasta mis años adultos que comprendí cabalmente. Entendí lo que este logro más bien pequeño y hasta normal pudo haber significado para un hombre como mi padre, campesino mexicano y sin escolaridad alguna.
Después de leer mi ensayo enfrente de mi clase (sí, obtuve un 100), mi maestro me felicitó y varios de mis compañeros se me acercaron para decirme que les había gustado mucho mi escrito.
No recuerdo haber pensado nada; más bien recuerdo una agradable sensación de inclusión y aceptación, de logro. Yo había hecho algo de lo cual otros aprobaban. Tal vez allí se empezó a germinar una saludable autoestima; algo que me hizo pensar: “Tal vez esto es lo que llaman talento, un talento para escribir sobre mis experiencias personales con las que otros se puedan relacionar sin importar cuán diferentes nuestras vidas”.
Creo que esto es lo que busco cada vez que escribo.