No sé bien cómo contar la historia, ya que ni siquiera sé si es una; es más, ni siquiera sé si fue real. Todo es sólo un recuerdo vago, difuso y escurridizo, la fugaz visión nublada de una fantasía, el más ligero y cercano atisbo de lo que pudo ser mi paraíso y que tuvo el potencial para ser también mi perdición.
Todo lo relativo a ella se ha transformado en recuerdos peligrosos que temo traer de nuevo a la vida y que, sin embargo, no me importa conservar.
Ella apareció de manera abrupta, al estilo de su destrucción en mi mente; recuerdo vagamente su visión, porque siempre fue sólo eso: una imagen que, aunque cautivadora, siempre fue incierta, como todo en mi vida. No, no recuerdo claramente verla, pero sí recuerdo todo lo que me provocó: desasosiego, causado por su solicitante aparición; desvelos, por su cautivadora imagen; recelo, por su libertad; y suspicacia, por su aura engañosa en igual medida que angelical. Miles de noches interminables de recuerdos y advertencias —NO, NO, NO— ríos afluentes de palabras imperiosas y su desgastante eco, resonancias retumbando en mi cabeza de voces lascivas.
Cientos de veces pasé por lo mismo, algo habitual y doloroso, parte de mi cotidianidad. Pero, ¿ella? No, ella no debía saberlo, por eso le oculté el secreto y me oculté yo también. Ella no sabría nunca de mis constantes luchas, de lo que es desear dormir tu mente para que te deje en paz y que, por el contrario, te atormente a media noche sin descanso ni piedad con pensamientos y visiones que enloquecen a cualquiera y que yo sí me veo obligado a soportar, pero ella no. En definitiva, no quería que ella me viera así, tiritando en mi cama, sollozando en una esquina de mi cuarto atormentado por quién sabe qué quimeras, gritándole a la nada en espera de que me responda, que me deje en paz, tratándola como a uno de esos monstruos que me aterran empujado por fuerzas que ni yo comprendo, fastidiado por preceptos y críticas duras que ni ella ni nadie serán capaces de escuchar. No, ella es demasiado para eso, para este despiadado martirio que tolero sumiso, la terrible condena que me atormenta pero, ¡ay!, los dulces y crueles delirios que por ella he sufrido gustoso.
Insurrección bendita: desafío al sistema, mi sistema; glorioso desdén al diluir en fantasías esas dosis de realidad comprimida que me encadenaban pesadamente a la vida. Sentimientos, ilusiones, VIDA… cuántas cosas me obsequió, cuántas otras me devolvió, cosas hermosas que las inclemencias de mi estado me obligaron a dejar pasar, impotente.
Aun ahora la recuerdo y la olvido, más que nada la cuestiono; pero su presencia, su imagen (o al menos la impresión que estas dejaron) siguen ahí, plasmadas en mi ser. Nada me importa si en verdad la recuerdo o si sólo evoco un iluso constructo idílico que surgió en mi imaginación, yo ya la he vuelto real con mis palabras incoherentes.