* Este texto corresponde a las palabras iniciales (agradecimientos)
del libro La historia como suceso cotidiano, presentado el pasado
5 de agosto en el Museo de la Ciudad, en Guadalajara
No celebro nada. El hecho de que el tema del presente trabajo —con el que obtuve el grado de Doctor en Estudios Literarios y Lingüísticos por parte de la Universidad de Guadalajara— coincidiera con el fasto y la faramalla oficialista no significa que con bombo y platillo me haya unido a la fiesta. Aunque se estila, en trabajos de esta naturaleza, exhibir la objetividad en la elección del tema y la utilidad de nuestra investigación para el engrandecimiento de la comunidad académica, yo quiero enarbolar la bandera contraria. ¿Por qué elegí a Jorge Ibargüengoitia? ¿Por qué Los pasos de López? En el escritor guanajuatense he hallado tantas cosas que no me han dado ni siquiera los encumbrados por las camarillas que se reparten el exiguo botín intelectual de México, ni siquiera los galardonados por los Cervantes o los Nobeles que dan tanto prestigio internacional.
Como lector, un buen número de autores me invitan a conocer sus Obras completas luego del primer acercamiento a uno de sus textos, pero la decepción aguarda a la vuelta de cualquier página. Eso nunca me pasó con Ibargüengoitia. Leo y releo sus novelas, cuentos, piezas teatrales, obras periodísticas y las disfruto como la primera vez. Esta lectura me afianza en la convicción que nació en mí hace ya treinta [cuarenta] años, lector precoz de Víctor Hugo. La fascinación que dejó en mi ánimo Los miserables me llenaba de asombro, por contraparte, al descubrir que la pasión por la lectura aquejaba sólo a unos cuantos despistados. Aun ahora sigue asombrándome el hecho de que el invaluable ejercicio estético e intelectual que representa la lectura no se practique de manera masiva. Los lectores, por el simple hecho de serlo, deberíamos percibir un sueldo muy superior al de un magistrado del Supremo Tribunal de Justicia, canonjías, prebendas, seguros médicos y de vida incluidos, además de los guaruras, las secretarias y las masajistas.
Así pues, me asumo como lector, y en mi calidad de tal elijo al autor y al texto, y sólo aspiro a presentar el resultado de mi lectura. Dice Genette: “Concibo la relación entre el texto y su lector de una manera más socializada, más abiertamente contractual, formando parte de una pragmática consciente y organizada”. Esa manera “socializada” y “contractual” la entiendo como la complicidad que nos lleva a aceptar y rechazar, junto con otro, ciertas conductas, formas de pensar y de estar en el mundo, escenario en el que nos movemos para bien y para mal.
Debo confesar que la perspectiva de mi entorno, de mis alumnos y mis compañeros académicos, del ámbito profesional universitario me deja un sabor amargo en el ánimo. La incompetencia, la mediocridad, la pereza y la mezquindad son el pan intelectual de cada día. Qué decir del espacio social de Guadalajara y de México en general. Si andan descaminados quienes se supone que representan el ala pensante de la identidad nacional, por qué rumbo van quienes sólo se preocupan por las ambiciones del momento, por las necesidades vitales que sólo aspiran a la subsistencia y cuyo mayor desahogo intelectual lo proporcionan los inefables medios de comunicación.
Pero contra esa amargura me receto, como elíxir ideal, la lectura. Dejando de lado los mamotretos encumbrados por la mercadotecnia editorial, que se venden por toneladas aunque mañana se transformen en simple material de reciclado, disfruto incluso los abstrusos tratados que abordan cuestiones tan disparatadas como el tiempo invisible o las aporías internas de la fenomenología. Disfruto, en fin, un sinnúmero de obras serias que abordan temas harto complejos y profundamente abstractos. De todos los géneros, épocas, lugares y sabores. Qué decir cuando esa complicidad se transforma en íntima camaradería, como es lo que me pasa con las obras de Ibargüengoitia. Conozco a muchos autores divertidos, chistosos, humorísticos, pero ninguno como el guanajuatense.
Así que mi primer agradecimiento es para el humor y para Ibargüengoitia, que me atenuaron esa amargura y vuelven más habitable este mundo. En realidad, en segundo lugar, porque mi perspectiva espiritual se modificó hace algunos años y he colocado a Dios como el centro de mi universo. A Él le debo todo lo que tengo y todo lo que soy.
Con este trabajo cierro un ciclo. Esta amargura de la que hablo no ha sido tan insoportable como para desear mandar al otro mundo todas estas decepciones. Ignoro qué viene después. Y en este punto y aparte quiero agradecer a quienes me han permitido llegar hasta esta meta: mis maestros y compañeros del doctorado. En especial a Blanca y al doctor Herón, a Socorro, quienes me han acompañado más de cerca en estos años.
A mi nueva familia de veintidós [casi treinta] años (y contando): Godi, Itzel y Citzinari. A la antigua, de cuarenta [cincuenta] y algo: Luis, Rosario, Jaime, Álvaro, Chuy, Jorge, Beti, Fredi y Martín, más los que se han añadido en el camino.
A ciertos compañeros académicos en la prepa (la 7 y la 2), que aunque contados con los dedos aún les queda un gramo de dignidad y otro poco de preocupación por su trabajo escolar y profesional, el cual me contagian o por lo menos me sirven de desahogo al compartir mi perspectiva sobre nuestras miserias cotidianas. A otros más, que comparten conmigo el insano e inútil gusto de promover la lectura.
Cierro, pues, un ciclo, consciente de las dificultades que enfrentamos en todos los ámbitos de nuestro sufrido país, pero aferrado a la esperanza que representa la lectura como medio para crear un mundo más habitable. Ojalá esta esperanza sea contagiosa. De ser así, gracias a los cómplices que se subirán a esta nave de locos.
Rubén Hernández
Pedro Valderrama
José Ángel Lizardo
Itzel Rico