Algo pasará, pasará, no sé,
demonios devastados,
abrazos perdidos,
algo pasa, hiere,
el ojo sangra,
el latido cesa.
Dolorido corazón
Sana ya, sana ya.
Los pies piden volver
a días de sol,
caminos sin pedruscos,
al abrazo amigo,
si aún está. Si aún está.
Los demonios
quieren renacer,
borramos el infierno,
bailar sobre las brasas
no es para mí,
no es, no es para ti.
Papeles al viento
llevarán mensajes de
nuevas palabras,
miel y rosas,
pasión, melodía
que recordará los días
como gorjeos,
olas y espuma
que va y viene
hacia ti,
hacia mí…
Algo pasará y
surgirá del manantial,
la paz para mí,
para ti,
quizá…
Las pupilas se reflejan
en las cucharas de plata.
El brillo relampaguea
desde las ollas de cobre, en la tarde dorada.
La cocina como un santuario
está impregnada de aromas a lavanda,
a tomillo fresco y a laurel.
La ventana abierta despliega aromas
que fluyen sobre la ciudad.
Todos los cuchillos suenan
y entrecruzan sus dientes agudos
que hieren las carnes
antes del mordisco.
Mientras el oleaje de aguas
saltan en cada caldero,
repiten la música de tambores
que llaman a diana.
Los verdes relucen en las fuentes
y piden su rojo para equilibrar
la perfección de la ensalada.
Hay pescados que, de añorar el mar
han decidido morir, sin más reparos.
Las manos hábiles desgarran, amasan,
trituran, cortan, también crean,
su gran obra efímera.
Barrer espinas,
abrir clausuras,
emparchar techos,
carpir costras.
Y al pisar
aquel suelo firme,
dar con el tablón desclavado.
Las puertas,
los benditos postigones,
las manijas desdoradas, todo,
se queja
del olvido.
Remover escombros
en cada rincón,
hasta que se encienda el alma.
Dar vuelta a los colchones
nostálgicos de amor
y hallar
el otro lado del cotín.
No llorar,
no cansarse en la faena,
llegar hasta la lucerna
(desde el hondo sótano
con sus añosos vinos
de cuerpos polvorientos),
y no saltear los escalones,
en cada uno
está la imborrable marca
de nuestros pasos.
Cuando la casa brille,
festejar el retorno
y emborracharse de memoria,
mientras se aviva el fuego
de la gran chimenea.
¡Ay!, hijo
cuánto amor ronda
nuestro pensamiento,
luz y destello,
imagen de caricia,
enredadera
con perfume de niñez.
Cuánta mirada
grabó cada minucia
de la historia,
¿para ser contada?
¿para ser guardada?
Y las serenas tardes
sin ocaso
de cuentos bordando
la memoria,
Y la voz queda,
bajo los pinos…
Aquello fue y florece
en praderas doradas,
cuando la madurez
de todas las palabras
estallan ya,
y perfuman.
Ensombrece la vida
este desierto de palabras.
Noche ligada al silencio,
Signos esfumados.
Un masticar de palabras vanas
ahueca las horas en
ristras felices de la nada.
Nos captura la mano
un fantasma rutinario,
el viento en contra,
el río desbordado.
Boca de náufrago, la boca,
ahoga la palabra,
abuso de una espera acartonada
grita, llama.
Roen a las horas
relojes y oleadas clandestinas,
espuma sobre la piel contaminada.
¿Se abrirá la emoción,
descubrimiento
tallo de flor embravecida
ascendiendo hasta el cerebro?
Cruce de caminos.
Inspiramos
y la brújula perfecta
ya nos guía.
Arrebato de vueltas
de danza y pasos leves
avanzando.
Atisbo de la palabra.
A Esther, Alejandro y Favio
No sé qué nube lo cubrió de hastío,
qué espina honda le marcó el camino,
Él se fue lento, rumbeando destinos,
guitarra y mate, y un buen libro amigo.
Dejó las hilachas de toda su historia,
se empachó de angustia, hiel el corazón,
no marcó ni estela, ni huella, ni aroma,
se fue con el viento, nos dejó su adiós.
No sé si huellas de harina o cemento
grabaron los pasos de su deambular.
Irse le predijo: dolor, desencuentro,
irse le predijo: perder o ganar…
Y va por el mismo camino marcado
de aquel inmigrante, con su viejo afán.
Y sus pasos nuevos, el revés desandan,
terrible ironía que viene y que va…
Tú, mi amigo,
Tú y yo
entre la oscura multitud
sin que nos vean.
Solos,
en este blanco escalón
para que todos rechacen
mi negrura.
Tú, mi amigo,
tan blanco y espumoso,
¡ladra mi nombre!
Ayúdame
a extender mi mano
tan blanca del revés,
para que algún dios
nos regale una moneda.
Primero fue la piedra,
inanimada muestra de fuerza,
destrucción en potencia,
arista hiriente.
La pulida piedra en mi mesa,
sobre mis libros, aplastando
a la palabra,
o bajo mi pie, contención
y límite, neto.
Conocí la piedra castigo,
piedra altar
y corazón de piedra.
¿Cuándo, al tomarla en mis manos,
me arrojará al fin,
para enseñarme a volar?
Un Blanco inmaculado
fue mi cuna de niño,
un blanco de leche
un blanco de memoria.
En un aquelarre
el Pintor invisible
pinceló mis días,
el embrión de mi historia.
Y fue Celeste la mirada
y Roja la caricia,
Verde el mundo
apresado en una plaza
de murmullos y aleteos.
Amarillas las candelas
que guiaron el camino
y amanecieron la noche.
Dorada la playa
huérfana de pájaros.
Marrón el atajo
El surco y la huella.
Un Violeta de inocencia
tiñó cada cuento.
Arco iris las calesitas
Y los trompos voladores.
Y un Rosa
los pétalos de seda
que pronunciaban mi nombre.
De lo absurdo en lo cotidiano
rescato el milagro:
La luz y la palabra.
Del camino,
el sorpresivo meandro,
la cuesta
y ese final insólito
en precipicio o pampa.
En el río,
la ilusión de la corriente
invadiéndome las venas.
Y los peces,
desollando los anzuelos.
Y esa calma del cielo
reflejado en el espejo
que es cielo y es agua.
De lo cotidiano
rescato lo absurdo
para seguir soñando.
Mientras sueño que vivo.
Lina Caffarello Argentina
Luis Rico Chávez
Amaranta Madrigal
Margarita Hernández Contreras
Paulina García González
Rolando Revagliatti Argentina
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Ramón Valle Muñoz