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Mexicana en Estados Unidos: maldición y bendición

Margarita Hernández Contreras

La sangre de mis venas

Me presento: Soy Margarita, Tita para la familia. Fui residente permanente desde 1967 y por fin me naturalicé estadounidense en 2012. Nacida en Guadalajara, soy hija de Luisillo y de Marga, ambos michoacanos.

Luisillo fue el mayor de 14 hermanos, de familia pobre. Según contaba mi padre, a veces un molcajete de chile de árbol con agua era la comida para toda la familia porque mi abuela Pepa no tenía para comprar tomates. Ese molcajete de chile aguado con tortillas duras representaba el sustento que les brindaban mis abuelos Pepa y Luis. No puedo imaginar el dolor de mi abuela al ver que no alcanzaba a alimentar a tanta boca.

Pero mi padre sobrevivió y creció alto, fuerte y fornido, aunque sin nunca poner pie en escuela alguna. Se casó dos veces, tuvo cuatro hijos. Mi hermana Irma y yo fuimos las dos hijas que tuvo con su segunda mujer, Marga. Luisillo en los cincuenta se metió al programa de “Braceros” y obtuvo la residencia permanente en 1962. Mi madre en el 66 (junto con mi medio hermano), Irma y yo en el 67 (junto con nuestra media hermana).

Mi madre, Marga, originaria del mismo rancho que Luisillo, fue una de cinco hijos que tuvieron mis abuelos Chalo y María. Mi madre cursó hasta cuarto de primaria. Le tocó ir al río, usar las piedras como lavadero y tender la ropa sobre los huizaches; hacer tortillas con metate y fogón de por medio e ir al pozo por agua.

Cuando conocí Abadiano, donde nacieron Marga y Luisillo, recuerdo que no tenían agua potable, electricidad ni gas. Nos tocó a Irma y a mí ir al pozo con nuestros primos para traer agua para los quehaceres de la casa. Las casas no tenían baldosas, había que regar el piso de tierra para barrer con una escoba hecha en casa. El “baño” era un arroyo seco monte arriba amplio y solitario adonde la gente se perdía para hacer sus necesidades. Mi tía Olivia y su familia se bañaban en una tina de metal, primero hirviendo una o dos cubetas de agua para disfrutar del baño en uno de los cuartos de dormir aprovechando que no tenía baldosas.

Cuando caía la tarde había que desgranar el maíz para el nixtamal y limpiar el frijol para que nunca faltara una olla de frijoles. Somos pueblo de maíz y frijol.

Por la mañanita cuando mi prima Cuca volvía del molino con la masa, mi tía Olivia se ponía a tortear detrás del metate, toda chapeada por el calor del fogón. Los chiquillos desayunábamos tacos de nata con sal o requesón o queso, con café o té (agüita de limón o de azahar). Mi hermana siempre le andaba pidiendo una “ranita”. Mi tía hacía la ranita, tomando una tortilla del comal, rociándole unos granos de sal gruesa y unas gotas de agua y apretarla, apretarla hasta que le salía vapor para entregársela húmeda y deliciosa a su sobrina que golosa se la devoraba. ¡Cómo le gustaban las ranitas a mi hermana!

Recuerdo cuando mis parientes apagaban la lámpara de petróleo, cuya titubeante luz sin embargo horadaba la oscuridad nocturna. Esa oscuridad nos envolvía al dormir y era absoluta. Pero también recuerdo el cielo que nos iluminaba todas las noches. Era imposible que le cupieran más estrellas. Qué brillo el de aquellos astros, como para pensar en Neruda (no sé por qué). Nunca más lo he visto así.

Irma y yo nacimos en Guadalajara porque mi abuelo Chalo mandó a su hija Marga a esa ciudad para distanciarla de Luisillo, que para entonces era un viudo con dos hijos. Luisillo, ni tardo ni perezoso, se va a Guanatos y la levanta en vilo de la acera con dos de sus amigos, la mete a un taxi y la “deposita” en casa de los padrinos Eliseo y Jovita. Se casan en marzo de 1955. Él tenía 26 años de edad, ella 22.

De sangre cien por ciento michoacana y con hondas raíces en Guadalajara, soy pues Tita Hernández Contreras, mexicana y estadounidense.

Luisillo

Obrero agrícola, Luisillo trabajó en todo lo relacionado con el campo en Estados Unidos. Ya con Marga y sus hijas en Gringolandia, nos dedicamos a la “pizca” de tomate, almendra, nuez, durazno, aceituna, manzana y cereza; a la “limpia” de los surcos de tomate, betabel, sandía.

No conocí hombre más veloz que mi papi. La jornada empezaba en la madrugada, a las cuatro o cinco de la mañana, y desde la primera vez que se subía a la escalera por la fruta bajaba con su cambio de ropa bien limpiecito, ya empapado de sudor. A veces, lo primero que hacía era morder un durazno para saborear la dulzura de la cosecha. Mi papi era alegre, parlanchín, bromista, cantador y competitivo. No le gustaba que otra familia rindiera más que nosotros en la huerta. Creo que no la hubo. Y es que era velocísimo.

Amaba la educación. La ambicionaba. Supongo que porque no la tuvo. Decía que le gustaba pensar que yo estudiaría medicina o leyes. Leyes porque yo era sumamente argumentativa y a pelear nadie me ganaba. Terminé estudiando psicología, carrera que tampoco ejercí, porque la vida me ha venido forjando traductora e intérprete.

Mi padre nunca decía que no a la comida. “Mi gorda, si para algo trabajamos es para comer”, recuerdo que me dijo una vez que le pedí permiso de poner alguna golosina en el carrito del supermercado. Así de generoso era con los permisos. A mi madre, que me aconsejaba que mejor gastara mi “domingo” en ropa como mi hermana y no en libros y discos como yo hacía, le dijo: “Déjala, nunca aprenderá algo que le haga mal en sus libros”.

Marga

Además de mi hermana, no conozco mujer más trabajadora y matada que mi madre. Desde que se le unió a mi padre en los “files” y huertas de California, rindió y trabajó más que el promedio de los hombres. Incansable, siempre andaba buscando el modo de empezar a llenar otra caja de durazno para trabajar una hora más y ganar siete dólares más. Mujer de su casa, excelente cocinera, amante de lo limpio. Sus plantas siempre lucen verdes, turgentes y llenas de vida. Su casa siempre fue acogedor hogar; los olores de su cocina, invitación y regocijo.

Siempre que volvíamos del año escolar a trabajar con ellos el verano en California, Irma y yo nos turnábamos en pedir la cena del día que llegábamos a casa. Cuando me tocaba a mí, yo siempre pedía patitas de cerdo “lampreadas”, sopa de macarrón y ensalada. Un deleite aquello.

Mi madre también es amante de los juegos de azar y para hacerla feliz nada como llevarla a los casinos. En cuanto descubrió los casinos y el “Keno” la premió con dos mil dólares allá por la década de 1970, cada fin de semana se iba a Reno, Nevada, con el beneplácito de su viejo. Ahora ya viuda y anciana, cuando está en mi casa en Dallas, procuro llevarla a uno de los dos casinos que están entrando a Oklahoma. Mi sobrina y su esposo en California también la llevan a alguno de por esos lares.

Fumadora empedernida desde muy pequeña, mi octogenaria madre habrá de morir fumadora y jugadora.

Después de que mi padre muriera, Marga pudo mantener su casa con las ganancias del póker y del paco. Sus amigos jugadores eran sus “clientes”; claro, era broma el término, pero no tanto. Así de buena es para eso del juego. Soy, pues, hija de tahúr y no canto mal las rancheras.

Irma

Irma es menor que yo apenas 11 meses y tres semanas. La atosigo diciéndole que por una semana está tan vieja como yo. Irma es un pan de Dios. Tan trabajadora, aguantadora y matada como su madre, no conozco mujer más abnegada ni sufrida. No hay hueso de su cuerpo al que no renunciaría por su esposo y sus hijos (seguro los nietos también). Mi hermana no sabe estar quieta. Siempre ha sido así. De niña su pasión era andar en bicicleta. Treparse a un viejo nogal afuera de la casa que alquilábamos y convertir cada rama en habitación de la casa donde vivía con su marido; un hombre que hasta secretaria tenía y con quien el maldito se fue a Hawai, motivo por el cual Irma quería beber todo el wine del mundo con su comadre Marga.

Es que yo nunca supe jugar a las comadritas, muñecas ni comiditas. Mi madre le hacía el quite y ocupaba el lugar que me correspondía a mí. Yo ya vivía metida en mi neurosis y soledad.

Hoy mi hermana es valerosa sobreviviente del cáncer de mama, ese pinche cáncer al que ha derrotado gracias a Dios hace más de cinco años. Emprendedora, cuenta con dos chambas. Es experta de la renunciación y es feliz mientras más ofrece y da como madre, esposa y abuela. No hay molécula de mi cuerpo que no la quiera y admire.

Vida

Bendición o maldición, yo soy fruto de dos culturas y dos países. Mis padres me trajeron a Estados Unidos cumplidos los siete. Desde entonces y hasta la muerte de mi padre a mis veinte, las vacaciones de verano las pasé trabajando con mi familia en el campo y en las “pizcas” del norte de California (y el estado fronterizo de Washington).

Mi vida tiene algunas constantes: el ir y venir de uno a otro país, la vivencia del abandono y la soledad, y el desencuentro y el reencuentro con todo aquello y todos aquellos que me definen.

Hija de campesinos michoacanos, soy guadalajareña. Para orgullo de mi padre, hasta donde sé soy la primera de incontables generaciones anónimas en ir a la universidad. Estudié en la Facultad de Psicología de la UdeG para terminar no ejerciendo el psicoanálisis que fue lo que me llevó allí en primer lugar. En ese tiempo, para mantenerme trabajé el turno nocturno como correctora del diario El Occidental.

En el azoro y la parálisis con que viví mis primeros años, no es de sorprender entonces que, más que por vocación, por necesidad me adentrara desesperada, indiscriminadamente en los libros y en la música. Fueron gracia y fueron luz. El siguiente paso, natural y lógico, fue escribir: verter en diarios y cuadernos escolares temores y terrores, secretos e ilusiones.

Aparecen ahora otras constantes también definitorias: libros, música y escritura.

Terminados los cursos de psicología viajé a San Antonio, Texas, con la intención de trabajar allí —en lo que fuera— por un año para volver a Guadalajara y dedicarme a mi tesis. Resulta que me quedé por cuatro años. Trabajé en la estación KSAH, Radio Festival y participé en la creación de un quincenario en español, El papel de San Anto, con los regiomontanos Raúl Caballero y Javier Reyes, proyecto que tuvimos que abandonar porque, lamentablemente, ninguno de los tres teníamos un pelo de vendedores.

Una oferta de trabajo, ahora para Radio KESS, me trajo a Dallas donde vivo desde 1993. Estuve un año en la estación para luego ser empleada por Mary Kay Inc. (empresa de cosméticos) en el 94, lugar en el que sigo trabajando a cargo de cuatro de sus publicaciones en español.

Fue así como, poco a poco, me fui forjando, sin querer, en traductora, oficio de aprendizaje inacabable (siempre habrá otra manera mejor de decir lo que dice el original). En el 2000 obtuve la certificación como traductora del inglés al español por la American Translators Association. Fui responsable de las versiones en español de dos libros de la fundadora Mary Kay Ash y fui responsable de varias publicaciones periódicas dedicadas al cuerpo de ventas latino de esta empresa. En las noches y los fines de semana, me desempeño como traductora e intérprete independiente. Asimismo, he participado con una columna bimensual, “Cotidianas”, para el diario en español La Estrella del periódico Fort Worth Star Telegram.

Dicho esto, nunca he olvidado mis raíces mexicanas. Sé de muchos latinos que en algún momento de su vida viven crisis de identidad y tienen la tendencia de ignorar o rechazar sus orígenes latinos, y luego batallan con definirse a sí mismos. De niña, a veces me resultaba difícil admitir la mexicanidad de mis padres, su monolingüismo e inhabilidad de integrarse, pero fue una etapa de corta vida y pude recuperar plena y cabalmente la riqueza, el humor, lo absurdo y la belleza de nuestra cultura, nuestra devoción a la familia y al trabajo arduo, nuestro sentido del honor y de la dignidad. Mi esposo y yo procuramos inculcar todo esto en nuestra única hija. No es tarea fácil. El conservar nuestro idioma es una decisión altamente consciente y presupone mucho trabajo por el lado de los padres, pero ella, Valentina, es bilingüe.

No obstante, a pesar de todo esto, sigo sintiéndome guadalajareña en el exilio. A México y a Estados Unidos los vivo con ambivalencia. Por eso decía que maldición o bendición, soy fruto de ambos países. Bendición porque hablan de mí Carly Simon y Betsy Pecanins, Lucha Reyes y Billie Holiday, Pedro Infante y Louis Armstrong. Mis himnos personales son una canción de Paul Simon (“I am a Rock”) y otra de José Alfredo (“Alma de acero”). El mariachi, el bueno, como el tequila, se me anida hondo en el alma, pero el blues se me anida en el mismo sitio y en la misma medida (será por eso que a mí me parece afortunado el experimento de Betsy Pecanins). Maldición porque en ninguno de los dos estoy totalmente a mis anchas: me he “agringado” demasiado para México y soy demasiado mexicana para Estados Unidos.

Mi madre vive en California con mi hermana casada que tiene tres hijos y tres nietos. Yo tengo una hija. La milagrosa presencia de mi hija en mi vida me llena de humildad y digo (yo la exatea) que ella es prueba de que Dios seguro me ama.


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