En días pasados me enteré de un hecho que define la naturaleza de nuestras deficiencias académicas y profesionales. En mi escuela se aplicó un examen departamental no estandarizado; un grupo de entusiastas profesores (que buscaban quedar bien con el jefe) se anotaron para calificarlo, aunque enseguida lo regresaron en blanco, porque desconocían el tema de las preguntas y, por tanto, ignoraban las respuestas.
Más lamentable que esta lesa ignorancia es el dato de que se trata de profesores con años de servicio, que han dedicado la mayor parte de su vida profesional a la enseñanza del español. ¿Cómo enseñas español si ignoras lo básico de tu lengua?
El dato me lo refirió uno de los involucrado en el proceso de aplicación, y me hablaba de docentes con quienes he convivido por más de una década y cuya cualidad principal es su renuencia a superarse, a menos que se trate de aprender estrategias para adular al jefe. Si bien se trata de abogados, contadores públicos, licenciados en turismo y otras áreas no afines al español, quizá pudiera disculparse la falta de idoneidad por la naturaleza propia del sistema político no académico que padecemos, pero nada justifica que, al paso de los años, estos maestros exhiban tanta indolencia para dominar los conceptos mínimos que están obligados a enseñar.
Insisto: los datos que manejo son de primera mano y conozco personalmente a dichos profesores. Les aconsejaría (si les interesara escuchar mi parecer al respecto) que mostraran un poco de decencia y se esforzaran por conocer al menos los contenidos básicos de las unidades de aprendizaje de las que son titulares, y si argumentaran (con sobrado fundamento) que con el pretexto del BGC el Sistema de Educación Media Superior ha privilegiado, en los últimos años, cursos en los que se ignoran áreas disciplinares específicas, replicaría a mi vez que la lectura es la herramienta más eficaz (disponible en todo momento) para curarse de ese mal que, al parecer, ya se volvió crónico en ellos y lo aceptan con resignación y hasta con gusto. Qué caso tiene darles este consejo, pues para apropiárselo tendrían que leer este documento, y yo he sabido que cultivan muchos hábitos, pero entre ellos no se encuentra el de la lectura.
La lectura, desde luego, no es un remedio contra la ignorancia exclusivo para profesores, sino que también funciona para los estudiantes. Sin embargo, ¿cómo cultivarán este hábito si sus modelos académicos no se los contagian? Pero me adelanto en mi exposición. Antes de intentar una respuesta para esta pregunta quisiera aclarar que, al hablar de la lectura, la considero como un proceso (por lo menos en el presente apartado) que consiste en la decodificación de códigos y signos de diferente naturaleza, no solo de las grafías de los mensajes escritos. Y procederé en las siguientes líneas a considerar algunos aspectos de tal decodificación, la incapacidad de los profesores para reconocer códigos y signos en el aula y cómo afectan su capacidad para enseñar, para regresar a continuación al proceso de lectura de los mensajes escritos.
En algún momento de su vida profesional, ¿los profesores habrán captado el rostro de aburrimiento de sus alumnos? ¿Y qué han hecho al respecto? ¿Su expresión de desgano, su desinterés, su apatía, su molestia? ¿No han aprendido a leer, a interpretar estos gestos, estos signos inequívocos? Porque si por una parte captamos en primer lugar los signos, lo que sigue es interpretarlos y, por último, actuar en consecuencia.
¿Y de qué manera proceden ante tal situación? Según mi experiencia, se sienten abrumados, impotentes y derrotados. Como consecuencia se indignan y si no convierten su estado de molestia en una condición permanente de su carácter caen en un estado de abulia o de melancolía que los afecta hasta el día de su jubilación.
Más que como un pretexto para la indignación o la resignación estos signos deberían ser una señal de alerta para cuestionar la propia práctica, y considerar si eso que critican de sus alumnos no es achacable a ellos mismos. He escuchado a varios especialistas en medicina asegurar que los propios médicos son los peores pacientes; de manera análoga, yo me atrevería a señalar que los profesores son los peores alumnos. Cuando me ha tocado compartir con ellos (me refiero a los profesores de los que hablo en el primer apartado de este documento) he sido testigo de su pereza, de su habilidad para copiar obras ajenas (incluso el famoso “copia y pega” de páginas de internet), del talento que demuestran para terminar las actividades en el último minuto, de no cumplir escudados en mil pretextos, de que hacen las cosas de mala gana, y del placer que les provocan las suspensiones de actividades o el hecho de que no se revisen las tareas… En otras palabras, los mismos defectos que endilgan a sus estudiantes ellos los exhiben cuando a su vez participan como estudiantes en “cursos de actualización”.
Esta manera de proceder la justifican por el hecho de que asisten obligados a dichos cursos, por exigencias administrativas de la institución, de que los contenidos y los materiales de apoyo (lecturas incluidas) no les parecen significativos ni relevantes y, mucho menos, apropiados para mejorar su práctica docente o para aprovecharlos de alguna manera en sus clases.
Y aunque en parte habría que reconocer que tienen algo de razón, su actitud demuestra que los profesores no tienen curiosidad por explorar alternativas de enseñanza que se pueden conocer a través de la lectura. ¿Qué nos podría enseñar, por ejemplo, la historia de la pedagogía para diseñar y planificar actividades que despierten el interés de nuestros alumnos por los contenidos de nuestra unidad de aprendizaje? ¿Cuántas teorías, metodologías, conceptos, estrategias, propuestas aparecen en libros especializados, obras de divulgación, manuales al alcance de la mano de los profesores para enriquecer su práctica? Sí, aunque nos dé pereza, resulta inevitable recurrir a la fórmula de explorar los recursos bibliográficos disponibles y leer, leer, leer.
No basta entonces reconocer los signos de malestar de nuestros estudiantes por el sistema educativo que les toca padecer, sino que debe servirnos como estímulo para evaluar nuestra propia práctica y, cuando sea necesario, redireccionarla y, en todo momento, esforzarnos por perfeccionarla. Aprender a decodificar textos escritos nos proporciona herramientas para entender otra clase de códigos, lo que nos facilita la vida y nos puede ayudar a ser mejores docentes.
Regreso ahora a la pregunta del apartado anterior. ¿Cómo esperamos que nuestros estudiantes busquen en la lectura apoyo para mejorar su rendimiento académico si los profesores no les contagian el gusto de leer?
De nuevo, antes de continuar pido permiso para realizar otra digresión. Recurro a la definición de lectura utilitaria y lectura por placer de Felipe Garrido, gran promotor de lectura en nuestro país. En la escuela se exige la primera (la lectura utilitaria) como medio para obtener información, investigar, realizar tareas… pero esta clase de lectura, asegura Garrido, no proporciona el gusto por la lectura. A lo más que podemos aspirar (cuando nuestros alumnos asuman el compromiso de cumplir con sus obligaciones escolares) es a que los estudiantes lean como requisito para obtener una calificación.
Cuando creamos en nuestros estudiantes el gusto por la lectura, es decir, la lectura como un hábito practicado al margen de toda obligación, de toda responsabilidad que tiene como finalidad cumplir con algún requerimiento del curso, ellos se acercan a los libros sin necesidad de ser presionados o exigidos por los docentes. Y la lectura por placer les permite, también, descubrir los rasgos positivos presentes en esos textos que antes leían por obligación, es decir, la obligación también se convierte en un gusto.
Pero insisto: la lectura por placer no se enseña, se contagia. Y la mejor manera de hacerlo es por medio del ejemplo. Y de nuevo, me refiero a los profesores que motivaron la presente reflexión: ¿Cuántos alumnos pueden decir que tienen un profesor que todos los días llega al salón con un libro bajo el brazo? (Que no sea, por supuesto, el libro de texto.) ¿A cuántos estudiantes su profesor les comparte alguna lectura recreativa, relacionada o no con su materia? O incluso, cuántos profesores se toman la molestia de compartir las noticias del día, para demostrar que por lo menos leyeron el periódico. Pocos estudiantes podrán decir que su profesor les comentó en algún momento “ayer leí…”
Esta clase de conductas, que no nos roban más de cinco minutos de nuestra clase (y que, si se quiere, se pueden realizar una vez a la semana) no solo estimulan el gusto por la lectura, sino que también rompen un poco con la rigidez de algunas materias y de ciertos temas, y establecen un puente de comunicación entre los involucrados en el proceso educativo. Con otra ventaja: que se pueden adaptar a un sinfín de circunstancias, ya sea del momento o de los contenidos de la unidad de aprendizaje. Hablar al respecto sería cuento de nunca acabar, así que por razones de espacio suspendo en este punto mi disquisición.
Me parece que la lectura es el único espacio verdaderamente democrático del ámbito educativo. A él podemos recurrir todos los interesados, en cualquier momento, en cualquier lugar, sin más restricciones que las que nosotros mismos impongamos. Pero habría que preguntarnos: ¿Cuánto conocen los profesores sobre los acervos de textos de divulgación? Y no me refiero solo a títulos o colecciones, sino a su interés por leerlos y promoverlos y estimular su lectura entre los jóvenes.
La promoción de la lectura, el contagio de la lectura por placer no es responsabilidad solo de los profesores de español y literatura. Es una responsabilidad de todos los profesores, sean de matemáticas, física, historia, filosofía, economía, biología, informática… Cada docente apasionado por su responsabilidad de enseñar debería ser promotor de lectura (la lectura compete a todos los ámbitos), pero no puede enseñarse algo que no se conoce o no se practica.
Luis Rico Chávez
Ricardo Duarte
Adrián Domínguez Delgadillo