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Un paseo por el Prado

Luis Rico Chávez


Dos veces he tenido la oportunidad de perderme por los pasillos del Museo del Prado, en Madrid. Son experiencias de las que difícilmente se puede hablar. ¿Cómo describir el asombro al estar frente a obras de arte que te permiten vislumbrar el genio de sus creadores desde la antigüedad hasta fechas relativamente recientes? ¿Descubrir que el arte, por sí mismo, es razón suficiente para existir? ¿La revelación de las infinitas posibilidades de la expresión del pensamiento y las emociones del hombre?

Y las dos veces tuve la impresión de hallarme en sitios diferentes. La museografía cambió en una y otra ocasión. El significado del arte, múltiple por definición, permite diferentes vistas de un mismo objeto artístico, de tal manera que cuando se vuelve a contemplar da la impresión de que nos hallamos ante una pieza nueva, inédita.

Muchas de las obras, desde luego, ya las conocía por reproducciones y, más de alguna, a través de copias no siempre bien ejecutadas. Pero nada se compara con el pasmo de estar de pie, contemplando sin prisa cada detalle, las texturas, los colores, la composición… Incluso me ocurrió que al observar una obra que había repasado una y otra vez en tales reproducciones y por la cual quedaba indiferente, e incluso con el pensamiento de que se trataba de una pintura mediocre, admirar el original cambió radicalmente mi concepción sobre la misma. Mienten quienes aseguran que los museos son lugares anticuados, llenos de objetos viejos y caducos. Y qué equivocados están estos enamorados de las nuevas tecnologías, al creer con una fe ciega que el mundo digital suplirá a este otro universo que lleva siglos de existencia.

En la primera ocasión, debo confesarlo, me sentí decepcionado, porque en particular buscaba ciertas obras que por ningún lado encontré. Pero esta decepción se transformó al final en una experiencia que difícilmente se repetirá cuando descubrí que dichas obras formaban parte de una exposición temporal de Pablo Picasso y sus versiones de estas obras clásicas, como “La maja desnuda” y “Las meninas”, entre otras de las que no conservé registro (y en esta exposición, en particular, no se permitió tomar fotos).

Perderse por los pasillos del Prado se convierte en una experiencia incomparable, como transitar en un laberinto en el que no se busca la salida, sino un nuevo derrotero que nos muestre los infinitos senderos del arte. Cuántas historias narran las pinturas, las esculturas y todas las piezas que, como Proteo, se transforman una y otra vez.

Mi memoria conserva intacta la impresión, el asombro que dejó en mi ánimo y en mi intelecto la obra de Goya. Pasé primero por la exhibición de los cartones para los tapices reales, tan luminosos y coloridos, tan imbuidos de sucesos cotidianos, para terminar con el tenebrismo de las Pinturas Negras de la Quinta del Sordo, sombrías, inquietantes, pero igualmente admirables.

Por desgracia, el tiempo, siempre enemigo en excursiones de esta naturaleza, no me permitió detenerme todo lo que hubiera querido, ni tomar las notas de las sensaciones que me invadieron en ese momento y, mucho menos, realizar un inventario fotográfico más puntual de la grandeza del museo. Por suerte aún soy un chamaco que puede darse la oportunidad de una tercera visita, y espero entonces convertirme en un testigo más fiel del genio de los artistas representados en el Prado.


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Fotografías de Tapalpa


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Dibujos de Tessa Esquives