Logo

Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo XII

El soldado Élite que venía de una guerra conocía como la palma de su mano todos los gases tóxicos letales, y más los que aceleran la descomposición de los cuerpos, por lo que pensó y actuó rápido. De inmediato fue a la cabina de mando, despertó a Archi, el capitán, y le preguntó:

—¡Eh, tú, lirón! ¿cuánto nos falta para llegar a los acantilados?

—Diez minutos.

—A la velocidad que vamos, ¿cuánto nos llevará recorrer ese tramo?

—Veinticinco —respondió bostezando Archipenko.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Dime.

—Cuando entremos a los farallones de Herbeira, ¿puedes bajar al mínimo la velocidad? Los pasajeros quieren contemplar el paisaje. No quieren perderse ese imponente precipicio de la naturaleza.

Al escuchar eso Archipenko se desconcertó y malició de que Smith le hiciera tal petición y no Loren, la jefa de las ferromozas, o alguna edecán capacitada para explicar a los paseantes, con lujo de detalles, la belleza primitiva de los acantilados, así como todo el horror que se apodera de todos aquellos que premeditada o accidentalmente caen al vacío, como la reciente tragedia cuando cuatro integrantes de una familia intentaron bajar por los acantilados del faro Punta Frouxeira. El mar, al ver que desafiaban su descomunal fuerza, mandó una misión de olas embravecidas que se los tragaron como si fueran enormes pirañas con mandíbulas de agua. Toda maniobra de rescate fracasó. El mar de fondo impidió la inmersión de los buzos del Grupo de Actividades Subacuáticas de la Guardia Civil española.

Archi no pudo soportar su curiosidad e inquirió:

—No tramas algo malo, ¿verdad, Smith?

—¿Cómo crees, amigo mío? ¡Mírame! Mi conciencia brilla tan limpia y transparente como aquellos cerros que parecen témpanos en el horizonte —respondió Smith con una frialdad pasmosa.

—No discutamos más —repuso Archipenko, y agregó—: Voy a complacerte, con una condición.

—¿Cuál?

—Que me pagues el favor con una de Martell —respondió el general en retiro cuya manzana de Adán se le movía como una pelotita color toronja.

—La tendrás, Archi, en el bar, y como regalo de cumpleaños la hermosa Bellucci se sentará en tus piernas —dijo Smith carcajéandose mientras salía a toda prisa.

Luego el veterano de guerra se puso en acción: desactivó el mecanismo de alarma y neutralizó los accesos y salidas del último vagón donde viajaban las edecanes y los chefs. Luego abrió las puertas de emergencia, con vista al abismo, de los carros uno y dos, y cuando vio que el gusano de acero se atragantaba de traviesas al tomar el trecho de los acantilados, fue arrojando al despeñadero, sin mostrar una pizca de remordimiento, uno por uno los cuerpos inertes de los pasajeros. Parecía un sepulturero a bordo que se ocupaba en sembrar cadáveres en un vacío, hermoso, sí, por esa manada de nubes que no han podido levantar el vuelo y solícitas envuelven con sus mortajas vaporosas los despojos humanos, pero también horrendo, porque por más que te asomes a ese ojo serpenteante, réplica de un inframundo pelágico, jamás puedes ver el fondo ni escuchar el mínimo hálito de ruido.

En cuanto terminó la tarea, Smith vio salir de la encañonada bruma una peregrinación de cuervos que lucían en su cuello un collarcillo blanco; luego ejecutaron en la altura un ritual en círculos y enseguida se posaron sobre el lomo húmedo del tren.

—¡Míralos! ¿Qué te dije? Lo sabía. ¡Son los sesenta pasajeros. Son sus almas que regresan del Tártaro! –exclamó para sí mismo mientras, horrorizado, cerraba de golpe las puertas de emergencia.

En sus maquinaciones, Smith quería ir más allá. Fue de nuevo a visitar a Archipenko y, aprovechando que este se encontraba en el baño, tomó el control de velocidades y frenó poco a poco el tren sin que se sintiera; luego neutralizó todos los botones del tablero de mando, salió y se dirigió sigilosamente al coche-restaurante, se aprovisionó de víveres y vino, y utilizando una llave maestra entró a la cabina y se encerró. Enseguida echó a andar el expreso de la muerte acelerando más y más la máquina.

Le urgía llegar en el menor tiempo posible al punto de donde habían partido hacía una semana. Le apremiaba deshacerse de los fardos de la tripulación y del piloto ruso antes de que lo acosaran con preguntas sobre el destino de los sesenta pasajeros.

Loren, Pavlova, Bellucci, las demás sobrecargos y los chefs se sorprendieron de que el tren, tan de repente y sin previo aviso, emprendiera el regreso, siendo que todavía faltaban varios días para cubrir completamente el itinerario de ida y vuelta.

Archipenko, el más desconcertado por el aceleramiento del convoy, salió disparado del baño, y palideció al ver que se encontraban trabados el piloto automático y los demás controles… No esperó que se le nublaran las ideas. Decidió rápido y se dirigió con premura a la otra cabina; quería saber quién estaba al timón.

Al caminar por los vagones de pasajeros sintió que su sangre se le congelaba en las arterias. Por más que alargaba su zancada sentía que alguien lo jalaba para reprocharle algo o decirle que detuviera el paso para que viera la retahíla de asientos vacíos, que más bien parecían lápidas de un cementerio ambulante pintadas al azar por los brochazos de la luna.

En efecto, aquellos salones desfilaban en total silencio y en un solo sentido. El enjambre de voces, unas dulces y otras picarescas, que solían amenizar el ambiente habían emigrado; sólo podía oírse el carrusel de butacas persiguiéndose sin descanso.


Jumb11

1,096

Margarita Hernández Contreras


Jumb15

Entrevista con Jaime López

Luis Rico Chávez


Jumb16

Poemas para mujeres perdidas

Carolina Escobar Colombia