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Un puño de tierra

Teresa Figueroa Damián


Mire amá, traje un conjunto norteño, pa’ que se vaya contenta, pues. Aunque la verdad ya me la figuro allá para donde va ahora, alterada, molesta, moliendo chile con la cola, preguntando cuánto te gastaste en eso y diciendo que desde que nací nomás le he causado puros gastos y disgustos. Pero siquiera por hoy vamos a estar solitos, usted y yo, oyendo al norteño este. Y es que nadie se apareció por aquí, han de creer que en una de esas usted se levanta del féretro para cobrarles los pendientes.

Siento un tapón espeso y amargo atorado en la garganta. Quisiera ser como las plañideras que nada más se ponen serias, ven un punto fijo y pueden llorar a gritos. Yo no he podido llorar y sé que el tapón se saldría si llorara como Dios manda, pero nada más no puedo. Me la imagino a usted media enojada, media triste diciéndome que ni para eso salí bueno, que conmigo puros gastos y puras decepciones. Con todo, me da pena que usted se vaya, así con el delantal deslavado y los zapatos que usó toda la vida con un agujero para el callo y aunque pues entre nosotros no hubo cariños, ni risas, usted ya me está haciendo falta.

Los del norteño me voltean a ver como pensando que este velorio está bien raro. Les pido aquella de “Sin sangre en las venas”, digo, para variarle tantito y como diría usted, para que desquiten los centavos que estoy pagando. “Quisiera ser como tú”, dicen y sí, usted siempre me reprochó que no me le pareciera, que de repente sintiera lástima por los vecinos a los que usted iba a ofrecerles unos centavos para que salieran de algún apuro.

No esperaba que viniera mucha gente pero aunque sea los parientes se hubieran quedado un rato, no que tía Juana apenas se asomó, me dio un abrazo rápido y me dijo que luego venía con más calma, como si esperara que yo la fuera a estar velando todo el año. Apolonio fue peor, me miró y luego fue a mirarla a usted en el cajón, la vio fijamente, como hipnotizado, se persignó a la carrera y se salió sin mirarme de nuevo.

Ya que pase este trance voy a tener que revisar las cuentas, ¿qué otra cosa puedo hacer? Ganas me dan de no acordarme de las deudas, como dice la canción: yo sé que la vida es corta, al fin que también la debo. Ahora resulta que yo, que casi nunca le pedí un centavo, también le salgo debiendo.

Es la tercera vez que pido “Un puño de tierra”, la mera canción que a usted le queda. La primera vez que le pedí que me diera para comprar una chamarra, algo más decente que la que siempre traía, usted me preguntó que si no estaba contento con lo mucho que había tragado a expensas suyas toda la vida. Yo tenía diecisiete años y andaba queriendo quedar bien con las muchachas, así que me aguanté el frío con tal de no llevar al baile mi chamarra toda tallada. Ya en la fiesta estuve bien contento, cada que oía que la banda repetía “Un puño de tierra” me acordaba de usted, y bailaba con más gusto y con más ganas pensando en que el día que usted se fuera yo iba a sacar todos los pagarés y todas las letras que tenía guardadas con llave y las iba a tirar al arroyo de la calle para que la gente zapateara sobre ellas y sobre su gusto de usted de esperar a que tuvieran una necesidad y entonces prestarles lo que necesitaban con un rédito bien grande. Yo creo que las personas ni cuenta se daban de que iban a tener que pagar como diez veces más de lo que les estaba dando. Mire usted ahora, nadie vino a rezarle un rosario o a cantar una canción para encaminar su alma al cielo.

Ay, amá. Yo no sé por qué sería usted así. En el tianguis ya traían la verdura que no se había vendido en los mercados grandes y todavía usted buscaba la de la segunda, la que ya traía un lado podrido, la que se veía marchita pero que según usted le daba buen sabor a la sopa, mientras que en la caja se iban haciendo grandes lo puños de billetes de los intereses y usted se quedaba con las escrituras que los deudores le habían dejado en garantía.

Una vez, cuando era chico, antes de haber pasado tantos desaires con usted, se me alcanzó hacerle una cartita al Niño Dios. Todos los de la escuela hacían la suya y pedían carritos con luces, o monos de los que salían en el cine. Usted me vio atareado, escribiendo despacito para que se me entendiera la letra, nada más quise pedir un patín del diablo, ya sabía que no podía pedir mucho. Nunca antes lo hice. Cuando vio mi carta, se sonrió medio chueco, como con una risa al revés, una risa con coraje, entonces me dijo: llévale eso a tu madrina, seguro que ella te metió esas ideas en la cabeza. Ahí se me desbarató la ilusión, supe que nadie me iba a regalar un patín y que estaba de más hacer la letra bonita porque no había Niñito Dios que la leyera.

Todo fuera como el patín. Más de una vez me quedé con hambre. “Amá, ¿puedo agarrar una galleta de agua?”, le decía, pero usted las guardaba en el anaquel más alto de la despensa junto con la fruta magullada y los dulces rancios. Cuando la fruta empezaba a criar gusanos, usted la sacaba de ahí y me decía a ver cómete eso, y yo, que siempre traía el hambre atrasada, hacía a un lado las larvitas y a comerme los trozos que aún estaban enteros. Con las galletas no, esas no se echan a perder, se ponen duras, duras, pero no agarran lama o se agusanan. Comer una de esas galletas era para ponerme bien contento, las remojaba en agua y las chupaba poco a poco.

Los del norteño me miran con curiosidad, “¿Qué otra le tocamos, patrón?“ preguntan y se sueltan nombrando su repertorio para ocasiones como la de hoy: “Nadie es eterno en el mundo”, “Amor eterno”, “Seis pies abajo”, “Cruz de madera”; sí, esa está bien, tiene que ver con la cruz que voy a poner en su tumba, una cruz de madera de la más corriente, la muerte de un pobre. Ya de grande me di cuenta de que no éramos tan pobres, que nunca lo fuimos, que los calzones remendados y el hambre permanente eran otra cosa, una forma de acomodarse a la vida que a usted le gustaba. Vivir como pobres por el miedo a la pobreza.

Más de una vez, cuando pedí un vaso de agua, la única respuesta fue aquello de aguántese, cabrón. Seguro que a usted también le contestaron así cuando pidió algo, porque usted no acostumbraba tomar agua, de vez en cuando un traguito como para no morirse antes de tiempo. Sabrá Dios qué necesidades pasó usted también. ¿Quién lo dijera? Sacando cuentas usted es dueña casi de la mitad del pueblo.

En quinto año me salí de la escuela, no porque fuera burro o no me gustara estudiar, la cosa es que me daban vergüenza mis parches. A los zapatos que en lugar de suela les ponía un pedazo de cartón. Para no tener que comprarme ropa nueva, usted me compraba pantalones de obrero en la segunda, de esos toscos que los trabajadores de las gasolineras o del servicio de limpia vendían baratos en el tianguis. Como eran de adulto, les tenía que hacer muchos dobleces en las piernas y ajustarlos con el cinturón, que eso sí, aunque viejo, era un verdadero cinturón y no un mecate. La vez que la maestra me ofreció unos pantalones usaditos de su hijo, bajé la cabeza y me prometí no volver a la escuela. Los vecinos y hasta la maestra me miraban con resentimiento como si yo tuviera la culpa de la forma de trabajar de usted.

No sé si fue por coraje o porque tal vez tuviera un poco de verdad, una vez el Casimiro me contó cómo fue que llegué al mundo. Decía con su voz chimuela, tú fuiste el pago de una letra de cambio cuando tu amá ya estaba medio camagua, no había hombre que se le acercara y aquel vato se echó el tiro a cambio de que le regresaran su letra. Me entraron esas ganas de llorar que a usted tanto le molestaban. Yo hubiera querido preguntarle, saber más o menos quién había sido mi padre o de por dónde había venido, pero el miedo a uno de esos manotazos suyos me cerró la boca.

No me había fijado, hace rato que los músicos dejaron de tocar, me miran como esperando que les diga que ya se vayan, que yo aquí me quedo solo con la difunta. Pero no, todavía queda mucha noche por delante como para estar aquí nada más tristeando con usted que ya se ve que anda muy lejos y que de verdad no va a llevarse nada. Siempre se usa que toquen “Te vas ángel mío”, y aquí no vamos a ser menos, dizque esa canción es dedicada para los que se van. Fijándome bien dice que el que canta está mirando su muerte y está sintiendo feo, pero por él mismo. Así son estas canciones, dan ganas de llorar, pero no por el que se va.

Hasta hace una semana a nadie le soltó la llave de la caja, yo creo que usted ya presentía que eran sus últimos días. Como le digo, pese a sus malos modos yo me engrí a su casa y a sus modos; cuando ya no podía comer sola, yo le detenía la cuchara y le daba el caldito en la boca, mientras que usted no paraba de decir que yo era un pinche chillón, una calamidad.

Voy a aventar los pagarés a media calle, a ver si pasa alguien para que los recoja, o los pisotee o se los lleve el viento, al fin que la vida es corta y ya no se la debo a nadie.


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