La perilla se endureció tanto que no dejó entrar más dolor. Tu enfermedad, esa que marcó los pasos de tu juventud, se consumó. Un minuto de silencio, tal vez dos o incluso veinte te bastaron para salir de un infernal coma. Aquellas vertiginosas tardes, rumbo a la sala de urgencias, se volvieron una rutina. Eras huésped cotidiano en aquel lugar lleno de historias tan ajenas a nosotros. Cada pasillo relataba a diario un callejón interminable de tragedias. Recuerdo al sujeto con cirrosis de la cama contigua. Solías girar, verlo y sentir una leve esperanza en tu sufrimiento, pues él ni sus ojos podía abrir, víctima de sus descuidos. Pero su realidad contra la tuya hoy se enfrentan para descubrir lo inevitable: un suplicio doloroso, que nunca se supera. Despertar con la torpe ilusión de querer estar soñando era un alivio. Sin embargo, la llegada a casa me arrojaba a una existencia inerte, en la cual me hundía perturbada. El camino hacia tu última oquedad me parecía un espejismo. Quise fugarme, pero el silencio prematuro me asfixiaba. Hoy sólo me quedan los recuerdos: fuiste y serás admirable, pues nunca te acobardaste, siempre ponías buena cara a tantos insoportables malestares, todo el tiempo dispuesto a dejarte tratar e incluso a someterte a los experimentos. Repaso en mi memoria cada momento y descubro tu esencia en cada espacio y en cada persona en que habitaste.