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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo XI

Smith se embarcó en ese viaje con la esperanza de que algún día ella, la Viajera incómoda, se agobiara de tedio y terminara abandonando el tren en una estación sin nombre.

Mas no es así. Ella no se ha ido. La Huésped sigue ahí, mejor dicho, permanecen ahí. Son los inocentes que la morgue bélica privó de identidad y hoy se manifiestan; son parvadas de almas que se reencarnaron en córvidos y hoy graznan sobre el techo del tren.

Smith está atrapado. Ahora tiene la sensación de viajar en un furgón de interrogantes. Lo sabe porque se siente indefenso ante los tentáculos supremos de su caos interior; lo sabe porque en cada tranco de las manecillas de su reloj el cerco se va cerrando poco a poco.

No obstante, hay alguien que quiere salvarlo. Es la Razón, su aliado, que se presenta de cuerpo entero y, con esa insensibilidad que le es propia, le grita:

—¡Actúa!... ¡rompe el sitio de tu silencio, Smith, antes de que el vacío se eternice y te asfixie!

El soldado se lleva las manos a la cabeza y la oprime, como si quisiera apagar el martilleo de esas frases que se remedan una tras otra y se perpetúan como las gargantas de un eco. Lucha denodadamente. Invoca al destino y le pide que le insufle sangre fría y lo reduzca a un batracio, así solamente se limitará a croar en el estanque de la noche. Y hasta lo increpa: “¡Si no puedes hacer eso, convierte al menos mi cautiverio en un deslave del Chomo Lungma, para revolcarme en la nieve eterna y extinguir así la colina en llamas de mis elucubraciones!”

Smith, luego de naufragar en sus cícladas mentales, parece haber recuperado el discernimiento. Reflexiona sobre su condición de guerrero. Recuerda que siempre salió airoso en cada incursión —así fuera la más espinosa y difícil— debido a que jamás demostró cobardía en los combates. Esa valentía acumulada influyó para que el alto mando lo catapultara hasta el firmamento exclusivo donde los héroes residen y cuentan sus proezas. Por eso acaricia la medalla de soldado élite que se ganó en la batalla y hoy, con gran orgullo, la presume en su chaqueta.

Sin embargo, hay otras cosas que empañan sus recuerdos: con frecuencia le vienen a la mente retratos vivos de la guerra, crudas instantáneas de escenas horrorosas de los que morían por racimos entre los dos bandos. Y de los otros, que antes de caer en manos enemigas optaban por suicidarse para no ser monedas de cambio ni trofeos del vencedor.

Todo ese arsenal de la memoria lo hace recluirse en un osario de episodios, en su madriguera. No hay noche en que no sueñe la guerra que vivió y la guerra que viene.

Es de madrugada. A esa hora el tiempo no tiene color ni sexo definido; sus latidos se reducen a larvas: el día todavía no es mariposa y la noche ha dejado de ser murciélago. Lo único perceptible son las granizadas rutilantes suspendidas allá arriba, y los tupidos grises que caen como una plaga de sapos cuyos ojos saltones les presta el rocío.

Smith, intrigado por ese ejército de anuros paracaidistas que aterrizan descuartizándose en el suelo, se asoma a la ventanilla, se sacude los pensamientos y los manda a volar para que los devoren los reptiles alados del viento tenebroso.

Luego, el excombatiente se camufla de valor, se levanta de su mullido asiento, con cera apelmazada de silencio tapona sus oídos para no escuchar los graznidos de los cuervos; se dirige al área de fumadores, camina por los pasillos de los vagones como si caminara entre cultivos de sombras. Los pasajeros, profundamente dormidos, parecen maniquíes apelotonados en el limbo del sueño. Allá va la Luna, la casta Luna con su gargantilla de perlas. Allá va siempre sola… su prometido la dejó plantada en una rotación eterna, por eso su vestido de novia se ha vuelto cenizo de tanto arrastrarlo.

Apenas hacía unos cuantos minutos que Smith permanecía recargado en el barandal cuando el tren pitó tres veces, misma cantidad que también imitó el acústico pico de la cordillera; miró su reloj de bolsillo, las agujas categóricas, exactas, dividían la carátula en dos hemisferios como si fueran mitades de una manzana.

Eran las 6 A. M. y era el sexto día en que él, la tripulación y los pasajeros se habían embarcado en ese viaje.

Entonces el veterano de guerra empezó a cavilar, a unir cabos. Le pareció que el número 6 era concurrente en la baraja, sospechaba que las cartas habían sido marcadas por las manos de un tahúr o por una premonición gitana, y se inquietó más al recordar que la palabra MENE, que días antes había leído en la Biblia, estaba también incluida en el capítulo 6 del libro de Daniel.

“El 6, repetido tres veces en fila india es un número diabólico, cabalístico”, le oyó decir en cierta ocasión a un pastor presbiteriano.

Escoltado por el miedo, Smith entró de nuevo a los vagones, su fino olfato alcanzó a percibir residuos de un misterioso gas y se quedó estupefacto al ver que en las ventilas del aire acondicionado de ambos carros estaba escrito el vocablo MENE. Le extrañó que a esa hora ningún pasajero estuviera despierto; tapándose la nariz y la boca con un pañuelo se acercó a uno de ellos, lo movió y lo sintió rígido, le tocó el cuello y el pulso de la mano, pero no había latidos. Corrió a su lugar y sacó de su valija un estetoscopio, una lamparita con la que se alumbran los médicos y una máscara antigás que se ajustó por atrás de su cabeza. Al regresar le sorprendió que la enigmática palabra se había esfumado como si tuviera alas. Eso ya no le importó; checó uno por uno los signos vitales y las pupilas de cada pasajero: todos habían muerto al ingerir un extraño gas.

Smith se sintió sacudido por un escalofrío invasivo al palpar tan inesperado exterminio; no obstante, mantuvo la vertical.


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