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El puente de mi abuelo

Martín Alejandro Mejía de Alba


Ya pasó más de un año desde que se fue. No lo he podido superar y probablemente seguiré sin olvidarlo, pues a pesar de no ser mi abuelo, así lo consideré siempre. Mi familia me decía que era un egocéntrico, mezquino, entre otras cosas, pero mi madre los contradecía diciendo que en realidad era considerado, atento, buena onda y que estaba ahí cuando lo necesitaras. Aún puedo evocar su figura, y entre el silencio de mi cuarto lo escucho.

Con mis primos fue duro pero bueno, con mi hermano no pasó tanto tiempo, aunque sí el suficiente para recordarlo, y conmigo fue como un abuelo, pero no cualquier abuelo, sino uno que te enseña juegos de mesa, a cocinar sushi, a manejar una camioneta, andar en bicicleta y hasta a pescar.

Su partida ocurrió un viernes, para ser exactos el 28 de marzo. Estaba durmiendo cuando mi tía, con una voz quebrada, me pidió que me levantara. Abrí los ojos y la vi llorando. Dijo “tu abuelo murió de un infarto en la madrugada” y añadió que teníamos que ir al velorio. Al escuchar la palabra “murió” sentí que mi alma se caía a pedazos y que mi mente se hundía en la locura.

Cuando reaccioné le mandé un mensaje a mi abuelo, esperando que me dijera que era una vil mentira de mi tía, que no era cierto pero, desde luego, no respondió.

Al llegar al velorio la realidad me apabulló con brutalidad. A pesar de su semblante, lleno de paz y de un descanso profundo, no pude más y rompí a llorar. Me dolió pensar que no volvería a jugar ajedrez con él, un deporte que me enseñó y que volvió nuestros vínculos más fuertes.

Para tranquilizarme, decidí recordar los buenos momentos que pasamos: nuestras excursiones en el museo, en la playa, en el rancho. De todos esos momentos me vino a la memoria un recuerdo específico: jugábamos cartas mientras escuchábamos música antigua y comíamos cacahuates; cuando mi madre me llamó para ir a casa, yo no quería separarme de él. Mi abuelo entonces me dijo: “Tranquilo, un día construiré un puente para que me puedas ir a visitar y pasar más tiempo juntos”. El recuerdo no funcionó y volvía llorar, lamentado no haber pasado suficiente tiempo con él, y con el profundo deseo de volver a verlo.

Pasé todo el día en el velorio y no me separé ni un momento de su lado. Cuando cayó la noche mi mamá me sugirió que me durmiera temprano, pues al siguiente día lo sepultarían y no lo volvería a ver nunca más. Avanzada la noche me levanté y a escondidas volví a su lado. Me mantuve despierto platicando con él pensando que me podría escuchar. Sin embargo, el cansancio me ganó y fui a descansar un poco. Para mantenerme despierto, y con más sueño que hambre, decidí ir por unas galletas.

Salí de la capilla ardiente y, cuando regresé, la capilla se había transformado en mi habitación. Con asombro, miré en torno y descubrí una puerta nueva. La abrí y observé que ante mí se tendía un puente largo. Con decisión empecé a cruzarlo, y después de caminar por mucho tiempo llegué hasta un portón el cual, al tocarlo, se abrió como por arte de magia.

Me encontré en un patio por el que deambulaban todos mis parientes fallecidos. Al momento pensé que también estaría mi abuelo, así que corrí por todos lados y en una esquina del patio descubrí a mis tíos y mi abuelo jugando cartas.

Al verme me llamó y me dijo: “Por fin llegaste. Ven, te reservamos un lugar”. Entre lágrimas de felicidad corrí y lo abracé. Nos pasamos jugando y comiendo cacahuates un tiempo que me pareció infinito, hasta que mi abuelo me recordó que tenía que regresar, para que mi madre no se preocupara por mi ausencia.

Me acompañó hasta el portón y antes de despedirnos le pregunté que cuándo lo volvería a ver. Me respondió: “Siempre me hallarás cada que cruces el puente”. Le di un último abrazo y crucé el portón.

Desperté en un sillón de la funeraria y asumí de inmediato que me había quedado dormido y que todo había sido un sueño. Sin embargo, algunas noches aparece la puerta nueva, la abro y ante mí se tiende el puente y del otro lado, junto al portón, mi abuelo me espera para otra partida.


Abrazo de hojas

Se dice que, en el principio de los tiempos, las hojas, al desprenderse de los árboles, ascendían a los lugares altos, pues nada las aferraba a la tierra. Y el ciclo se repetía hasta que descubrieron a un joven que deambulaba por los bosques, en busca de su familia, a la que había perdido. Tanto vagó el joven que al fin se sentó al lado de un árbol, rendido. El árbol lo escuchó llorar y, conmovido, dejó caer sus hojas sobre él. El roce de las hojas alejó la soledad del ánimo del joven y su llanto se desvaneció. El resto de los árboles también dejaron caer sus hojas y, desde entonces, las hojas en el suelo se convirtieron en la señal de que la naturaleza nos protege y de que no estamos solos.


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