Podría ser cosa del demonio, pero cada vez que duermo un espíritu me acecha en la madrugada mientras permanezco dormido. Antes de abandonar mi casa donde, según los vecinos, vivía una hechicera que conjuraba espíritus burlones. Me desperté al ruido de pasos casi imperceptibles. Ahí estábamos ambos. Gamiel y yo. Yo acostado sin poder moverme y él caminando con saña hacia mí.
“Padre nuestro que estás en el cielo…” Las cruces en la habitación que dejé pintadas con spray rojo para bicicleta fueron sólo la reacción del miedo. No creo en fantasmas. Leí que la parálisis del sueño es un efecto normal del cuerpo para protegerse de sí mismo durante las pesadillas. A veces, no creo en fantasmas, pero mi último inquilino se fue sin decir adiós.
La sujeté desde atrás de los hombros mientras permanecía inanimada en el féretro. Nunca había sentido un cuerpo tan vacío y ausente de la vida. Se encontraba con los ojos abiertos, pero parecían nublados. Pedimos a una niña que pasaba por la sala fúnebre que cerrara sus ojos con sutileza, la niña sintió miedo y abandonó el sitio. Dentro de aquel cuerpo ella gritaba desconsolada sin poder moverse, sin poder sentir, sin poder hablar. Diluyéndose a cada segundo como gota de tinta en un lago. Su conciencia escuchaba cada grito desconsolado, de pronto se miró a sí misma podrirse segundo a segundo.
Lucho contra aquella bestia de dos brazos y dos piernas. El mes de abril se percibía con altas temperaturas. Desde El Castillo de la Inmaculada Concepción de María, aquella lucha era feroz. Ella venía rendida de nadar contra corriente más de seis horas desde la desembocadura del río San Juan rumbo al lago de Nicaragua. Era un destino peligroso y lo sabía. Pero debía desovar para perpetuar su especie. Luchó por hora y media entre brincos violentos y aleteos. La red no le permitía expresar con brutalidad la fuerza de cruzar los mares. El tiempo se diluyó en los Raudales del Diablo y su cuerpo decapitado se expresó como trofeo en una mesa. Mientras en la lejanía a corriente una cabeza anunciaba una pelea sin tregua.
Siempre he tenido miedo a la voz interior que me habla al acecharme el peligro. Cuando tenía cinco años la escuché por primera vez, estaba sobre el techo de cinc de la casa jugando a subir el árbol de aguacate. A mi padre dos días antes se lo llevaron a Juigalpa.
—Tu padre va a morir. Será lo mejor para tu futuro; así saldrás de la comarca —me dijo.
La certeza se apoderó de mi inocencia de niño. Tres días después estaba en San Esteban frente a mi padre inerte dentro de su ataúd.
Ahora mismo la voz me habla.