El 8 de mayo de 1803 un vecino de Teocuitatlán, don José Manuel Castañeda, en representación de los vecinos del lugar, informa al señor obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, sobre lo que sucedía en la parroquia y el sacerdote que en ese momento la administraba, refiriéndose al cura Juan Cayetano Palomera, quien ya llevaba un periodo de más de 38 años en la administración de la parroquia de San Miguel de Teocuitatlán.
Juan Cayetano fue el segundo cura secular que llegó a la parroquia, en 1765, y permaneció en ella hasta finales de 1805, cuando muere, y sus restos fueron sepultados en el camposanto de la misma parroquia.
El señor Castañeda se quejaba con el señor obispo sobre la mala y decadente administración del cura Palomera, asegurando que era muy necesario un nuevo sacerdote, pues por su avanzada edad ya ni siquiera daba la misa en sus cabales, por no poder permanecer mucho tiempo de pie. Mencionaba que no se ocupaba de su persona y ya no confesaba, pues estaba sordo; solicitaban a otro sacerdote, para que ayudara con la administración de la parroquia.
Añadía el quejoso que la jurisdicción del curato de Teocuitatlán era muy vasto, pues no sólo se administraban los sacramentos de los habitantes del pueblo, sino también los de los vecinos de los pueblos de Tuxcueca, Citala, y los vecinos de la Sierra (ahora Concepción de Buenos Aires). A causa de esta gran población de feligreses no se daba abasto para darles el pasto espiritual a todos, pues la parroquia sólo tenía un ministro y un cura, siendo que el curato debía de administrarse por un cura y tres ministros más.
Manuel Castañeda informaba que los demás vecinos de estos lugares tenían que caminar de 10 a 12 leguas para poder llegar al pueblo, para llevar al cura para confesar a algún enfermo, por lo que tenía que dejar solo el curato, y que los que iban a verlo para confesarse no lo encontraban, pues andaba en los demás poblados.
Menciona además el estado de la parroquia. Uno de los problemas, decía, era que varias de las vigas del techo de la parroquia se habían caído, por lo que no asistían muchos a misa, pues cuando era mediodía les molestaba el sol, y cuando llovía se mojaban. A todo lo anterior se agregaba que el cura ya estaba muy anciano, y solicitaban a un cura más joven para que continuara con la administración, y pedían al obispo Cabañas, en nombre de los vecinos, que se mandara investigar lo que ocurría en la parroquia, pues hacía ya tres años que el cura Palomera había pedido limosnas para arreglar la parroquia pero que, hasta esta fecha, no le veían ninguna mejora.
Tras recibir esta información, el señor obispo ordena realizar las diligencias necesarias y nombra al cura de Zacoalco, don Manuel de Arteaga, y a un notario nombrado, para entrevistar a los vecinos de Teocuitatlán.
A la primera persona que se entrevista es a don Pablo Ignacio de Anguiano, quien tenía que jurar por Dios y la señal de la cruz decir la verdad. Mencionó que, desde que se había hecho la última visita pastoral del obispo Cabañas, el cura Palomera no había hecho ninguna mejora a la iglesia, y desde entonces la iglesia se encontraba con unas cuantas vigas caídas, que en la actualidad se encontraba destechada y casi arruinada la mayor parte de ella; que de tan arruinada que estaba, los feligreses no distinguían en dónde tenía expuesto el Santísimo Sacramento, pues por estar destechada, el aire apagaban las lámparas que iluminaban al Santísimo; añadía que entraban las lechuzas y robaban el aceite con que se encendían las lámparas. De lo que se colectaba para las limosnas, dijo que había dado 500 adobes, pero que la mayoría se habían perdido con el temporal de aguas, declarando que todo lo que sucedía respecto a la mala administración de la parroquia se debía a la avanzada edad del cura Palomera.
El siguiente entrevistado fue el vecino don Miguel Puga, quien mencionó que desde la visita del señor obispo no había visto ninguna mejora en la administración de sacramentos y demás disposiciones. Que por el mes de febrero de 1803, el cura Palomera había mandado quitar las vigas, quizá con el ánimo de renovarlas, lo que no había hecho hasta el momento, y que por esta causa era mucha la incomodidad que les ocasionaban el sol, el lodo y el agua, cuando estaba reciente algún aguacero. Que sólo se contaba con dos ministros y el cura, que uno estaba en la parroquia y el otro en la Hacienda de Toluquilla, pero que había oído decir que el de la hacienda ya no se encontraba ahí. Que por la sordera del cura algunas personas que iban a confesarse se arrepentían de hacerlo. Que se colectaron limosnas para la reedificación de la iglesia, pero que no había ninguna mejoría. Que también creía que todo eso sucedía por la edad avanzada del cura.
El otro vecino que se entrevistó fue don José de Lizarrarás, quien mencionaba que no había visto ninguna mejoría en la iglesia, y sabía que el cura había mandado quitar las vigas en el mes de febrero, pero que creía que no las había mandado poner por la escasez de agua que había en el pueblo. De las limosnas decía que hacía cinco años que se habían colectado, y sabía que el dinero se había utilizado en comprar adobes, pero que habían sido desechos por el temporal de aguas. Y coincidía en que todo esto se debía a la avanzada edad del cura.
Por último se entrevistó a don Manuel de Vargas, quien mencionó que no había visto ninguna mejoría en la administración del cura. Decía que la iglesia se encontraba con algunas vigas caídas, que estaba casi arruinada por la falta de otras, y que caían goteras hasta en el presbiterio. Y por estar la iglesia así, los fieles sufrían las incomodidades del sol y del agua, y con el temor de que, mientras escucharan la celebración de la misa, se les cayera encima algún pedazo de viga o algún pedazo de pared o un montón de ladrillos. Que sabía que se habían colectado limosnas para la reedificación de la iglesia, pero que no había visto mejora alguna, y creía que todo esto sucedía por la avanzada edad del cura.
Después de estas entrevistas el cura Manuel Arteaga, quien realizó las diligencias, para que ya no se siguieran padeciendo todas estas penurias a causa del deterioro del techo de la Iglesia mientras se reedificaba, sugirió al obispo Cabañas pasar el depósito a la Capilla del Hospital de Indios, la cual estaba enfrente de la iglesia, para utilizarla de manera provisional.
Reconocía que no tenía la misma capacidad de la parroquia pero que estaba techada, sus paredes firmes y tratada por los indios, que tenían en ella sus imágenes con alguna decencia. Pero que si su capacidad no era suficiente para toda la gente que fuera en los días festivos, se previniera el cura para que pusiera una ramada desde la puerta de dicha capilla hasta la puerta del arco del cementerio de la misma, que también tenía llave y, en el tramo de una y otra puerta, un empedrado alto, que evitaría que las personas oyeran la misa entre el agua encenagada (estancada) como ocurría en la iglesia cuando llovía.
En un inventario que realizó el mismo cura Palomera en febrero de 1802, mencionaba que la Capilla de indios tenía una imagen de la Limpia Concepción con su corona de plata, una lámpara y dos candeleros de plata, y otro en la iglesia y cuatro campanas en la iglesia y el hospital.
La orden para que se utilizara la capilla como provisional fue dada en la Villa de los Lagos el 27 de julio de 1803 por el obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas.