Morir yo podría esta noche, luna,
en la quimera roja que cobija,
ausencia secreta es la clavija
que pende frágil de su piel moruna.
Que va describiendo entre mis dedos
ficciones de un deseo que fue abolido;
el testigo es un sigiloso aullido
por haberme entregado a mis miedos.
Me conduzco a llenar estos párpados
del reflejo carmesí de sus blandos
y bellos, imponentes, torreones.
Yo caí en su pozo lunar, dejando
mi espíritu y mis deseos saciados,
contemplando sus advocaciones.
Ahora habito en la ceniza, fantasmagórica catedral,
a través de apariciones y plegarias en crismeras;
exequias de gardenias que se hacen trópico estelar.
Tengo esencia, alteña arcilla, me voy estropeando en la torre y su vitral.
Anochecer grisáceo en mi costado,
demasiados amantes angustiados,
a sucumbir se precipitan;
trotan, ansiosos.
Antes de abordar el espejismo
en una púrpura claridad,
espíritus tornan
y guillotinan los párpados.
A la aurora entran, pero aparecen
faringes de espantos.
Permanecí allí apartado;
endeble por brillos azulados.
Recito lo asimilado,
me hago noche para un cuerpo;
enuncio lo que he desdeñado.
Tengo rendijas ciegas que irradian soles
para sosegar a los taciturnos, a los desolados,
los infectados, que aún esperan,
de pie en el campanil,
la respuesta de un astrolabio.
Para Francisco “Peñita”, y la pequeña reina Divina
Con filamento y alfiler aprisionaron mis palmas,
contemplé fechas y largos anocheceres,
oscuridad, lentos amaneceres,
escarabajos aprisionados en mi caricia tenue;
corrompido como un fardo de fruto doliente.
Algún elemento / lamento, tal vez fuese un humano,
me elevó, y duplicó, sin descifrar,
mi desamparo, prado florecido,
film relativo al glauco,
giré entre capullos y espectros dorados.
Posteriormente, una dama se me presentó
—tenía amplio resplandor malva.
Me mezclé en sus labios e inhalé de su aroma;
harta mi garganta,
en su extremidad de luna descansó,
y su caricia relumbrante
mi ente / esquizofrénico
salpicó.
Abro mis párpados
posado en el peldaño, celestial gracia,
tumefactas sus torres,
frontispicio dormido,
delineo el plenilunio
en las sombras del rosetón Quijote.
Aquí estoy, en mi jaula nupcial: parque.
Íntegra retumba la desesperanza
y mi órgano vital, dividido palpita.
Soy el desierto donde su luz,
cráter, ámbar luna / no ilumina.
En este espejo, lago.
En este arbusto,
en este verso,
en este crepúsculo.
En este espejo, lago,
mis líneas se repiten
en veinte estoicos
y desvelos, seis suicidios,
en esta superficie fue.
A esta gardenia llamaré…
remembranza.
Aquí se creó, luciérnaga de incienso tornasol,
fragancia en ascenso.
La brisa la transporta,
peregrina galáctica / veleidosa del querer,
que no quise
—no supe querer.
¿Evoca?
Las gradas del gigante gótico,
donde pudimos (nunca) delinear, en el rosetón
Quijote, un plenilunio.
Ahora quedan dos féretros vacíos,
dos torres cerca de donde / a veces / la reina del silencio,
se prende y apaga.
Aquí frente a la fuente de mármol
tengo una hoja teórica y esdrújula
sobre la metafísica de un romance
trágico, drenada de usted, ámbar luna.
Desterré sobre tu memoria
la sombra / oscilante / de mi omisión
para inhumar tu rostro, tu aspecto
—tan hermosa, que aún palpas en mi interior.
Sin embargo, ámbar luna, mujer tornasol, te desplazas
del cielo, ¡cambias!
Te haces incensario blanquecino en mi informal celebración
—la orla de tu plateado vestido, ¿no fue así como deseé verte yo?
Penetras en mis párpados, se adentra tu silueta elaborada de humo
a mis labios, ámbar es tu sabor.
Aun en mi derrumbado templo
—que se destruyó cuando no supe valorarte, mi nunca amor—
se percibe tu ficción, ámbar, en mi ánima te conviertes, aroma divino,
luna hecha incensario,
en tu niebla esta noche,
abandonado, intranquilo, estoy.