Los crímenes homófobos son, en última instancia, la aniquilación recíproca. Los crímenes surgen en la sociedad como una transgresión a las normas de convivencia, reglas básicas que permiten y fomentan la comunicación y la comunidad. Al haber normas, la sociedad se homogeneiza; se crean y reproducen estándares conductuales e interrelacionales, luego los patrones se presentan y se perpetúan.
Un crimen representa la afrenta contra el otro, un perjuicio, algo que trasciende toda justificación, pues no hay razones que valgan para anular los derechos del prójimo. El colmo de la violación al derecho ajeno es el asesinato, la aniquilación última, el dominio y el sometimiento en su máxima expresión.
¿Qué motiva a un ser humano a aniquilar a otro? ¿Cuáles razones yacen al asesinato consciente y artero? ¿Cuáles rasgos de humanidad remanecen en el cuerpo muerto y cuáles en el cuerpo asesino? En primer lugar, figura el miedo, miedo a la disidencia de las normas sociales, a las transgresiones de lo establecido. El ser humano ante lo diferente se siente amenazado porque aquello que se le presenta significa un cambio, algo que escapaba de sus planes y que ahora no puede eludir, algo que superó en un instante sus intenciones medidas con minuciosidad.
Ante esta amenaza se requiere decisión: o se huye o se enfrenta. En cualquier caso, no se puede permanecer en lo previsto. En esta sociedad heterosoberana o andocentrista (Cruz Sierra, 2011) es este miedo inherente a lo extranormal lo que lleva a la homofobia, la “aversión hacia la homosexualidad o las personas homosexuales” (Diccionario de la lengua española, 2017); se teme porque no corresponde con la convención establecida hace miles de años de la heterosexualidad. De entrada, el ser heterosexual teme a lo diferente, a la manifestación de la diversidad sexual incomprendida. Aquí se manifiesta un círculo vicioso: se teme lo que no se comprende y jamás podrá ser comprendido lo que se teme, luego nunca cesarán ni el miedo ni la incomprensión.
Solía pensarse en la homofobia como una patología, algo inconsciente e irracional como cualquier pánico humano, sin embargo, Salvador Cruz Sierra apunta que “contrario a ello [la patología irracional], los hombres que manifiestan su aversión a los homosexuales son percibidos por la sociedad, y por ellos mismos, como ‘normales’; las reacciones homofóbicas son, en este sentido, expresiones de violencia naturalizadas, imperceptibles muchas veces y, por ende, no cuestionadas” (Cruz Sierra, 2011, p. 40).
Por su parte, la heterosexualidad, al igual que muchas otras orientaciones y preferencias, proviene de la interacción con el otro. En un plano etimológico, el prefijo de procedencia griega ἑτερο (hétero) significa “otro”, “desigual” y “diferente”. He aquí una paradoja: el heterosexual no odia lo diferente, sino que lo prefiere; por tanto, aquel odio hacia lo desconocido no es más que un odio hacia lo propio, un odio hacia el yo.
En este tenor de dicotomías, del yo y el otro, entra en juego el género, lo masculino y lo femenino (Vivero Marín, 2017). Ambas dimensiones corresponden a construcciones sociales también definidas y normadas. La diferencia radica en que, mientras la feminidad se relaciona con los sentimientos, la expresividad, la delicadeza, la sumisión, la pasividad, la dependencia, lo doméstico, etc., la masculinidad sólo adquiere sentido en oposición a la primera, en este caso, la insensibilidad, el estoicismo, la rudeza, la dominación, la actividad, la independencia, lo público.
Se asume, desde la lógica heterosoberana, que al preferir al mismo sexo se trastoca el género “original” y se adquiere el contrario: un hombre homosexual es feminizado y una mujer homosexual es masculinizada. He aquí otra paradoja: si se asume que el género se invierte cuando se prefiere a personas del mismo sexo, ¿no se trata, pues, de una heterorrelación? Sea como sea, los eslabones más endebles de esta cadena de relaciones son la masculinidad y la heterosexualidad, por ser las únicas partes que sólo existen en oposición a su respectiva paridad. En ese sentido, a mayor contraste obtienen mayor definición; de ahí que la masculinidad sea la negación constante y por consigna de la feminidad: cualquier rasgo de esta, por ínfimo que fuera, pone en predicamento a la primera.
La homofobia, pues, es la aversión hacia el género invertido del mismo sexo. En el caso de los hombres, el miedo ante lo ajeno deviene en aversión de lo femenino. El ser heterosexual, sin embargo, sufre la represión de su integridad, ya que tanto lo masculino como lo femenino figura en su esencia y, a la vez, la sociedad ejerce la misma reafirmación del género normado; de nuevo, la reafirmación de uno es la negación del otro.
Esta imposibilidad de expresar un ser complejo, aunada al miedo de lo incomprensible, no genera otra cosa sino odio. Por un lado, se odia a aquello que trastoca las convenciones sociales, que provoca cambios paradigmáticos; por otro, se odia a la expresión reprimida, la liberación del otro que visibiliza la opresión del yo. Rodrigo Parrini Roses y Alejandro Brito Lemus afirman que el “odio es necesariamente la expresión de un complejo psíquico-social en el que las motivaciones y los comportamientos individuales (agresión, desprecio, violencia, muerte) están inscritos en un orden social y simbólico que los permite y, en alguna medida, los justifica” (2012, p. 17). Se insiste: en ese contraste de ver al otro, se dimensiona, se valora, se reafirma o se cuestiona el yo; ergo, reafirmar al yo es negar al otro, y aceptar al otro es replantear al yo.
La máxima reafirmación del heterosexual, se asume, es la máxima negación del homosexual: el primero sólo puede vivir y vivirse con la muerte del segundo. A decir de Michael Kimmel: “La violencia es, [a menudo,] el indicador más evidente de la virilidad. Más bien es la disposición, el deseo de luchar” (1997, p. 11). Se cree que en el aniquilamiento del otro disidente cobra mayor sentido el yo. Sin embargo, como se ha mencionado, ese temor y esa rabia no es en verdad hacia lo diferente (ya que en realidad los heterosexuales prefieren lo opuesto), sino hacia lo similar, hacia el otro que es el yo. La masculinidad ve en la feminidad lo que podría y quizá querría ser, aunque fuese en lapsos y, no obstante, abarcarla implicaría —en su lógica retorcida— desdibujarse. Ese espanto y esa ira es hacia la feminidad imposibilitada en la masculinidad; es envidia y recelo contra la integridad del otro, esa integridad esquivada en el yo. Por tanto, el hombre heterosexual que asesina a una mujer, a un homosexual o a una persona transgénero, asesina en efecto la propia feminidad negada, luego, se asesina a sí mismo: la aniquilación recíproca.
Una vez que se ha aniquilado al cuerpo femenino, es necesario explicitarlo a la sociedad, exponerlo de cierta manera al escrutinio público. El procedimiento de los asesinatos cumple una doble función: por un lado, se advierte del “castigo” que merecen las personas disidentes, de las consecuencias de expresar con libertad la parte femenina de su personalidad; por el otro, se genera catarsis para otros heterosexuales que festejan su reafirmación, es decir, la muerte de lo femenino. Se trata, en este último caso, de reconocerse no sólo en el cuerpo del asesino, sino también en el asesinado, pues ambos poseen la feminidad imposibilitada.
Estos cuerpos, por supuesto, pueden ser desplegados en el espacio público sin empacho por sus asesinos porque se trata de sujetos marginados, cuando no expulsados de la sociedad y, por tanto, personas que carecen de derechos, personas que son prescindibles, que pueden ser aniquiladas y, luego, deben ser exterminadas (Mbembe, 2011).
La homofobia va más allá del miedo inconsciente y patológico. La homofobia va más allá del rechazo individual hacia la orientación homosexual de una persona, sea hombre o mujer. La homofobia se filtra en la retórica y se instaura como un comportamiento regulador de la heterosoberanía (androcentrismo), la cual no permite el desarrollo de otra realidad que no sea la norma establecida.
De ahí que los hombres agentes de la heterosoberanía no se definan tanto por su ser hombre, sino más bien por su no-ser mujer. Cosifican así a la mujer y la ven como un material, ya triunfo de su hombría, ya objeto de su deseo sexual. Más aún, degradan a los hombres feminizados, puesto que no encuentran en ellos el repudio que debieran tener hacia el no-ser mujer.
La masculinidad se materializa entonces con la subordinación de lo femenino, con una constante representación violenta cuya culminación es el asesinato. Con el asesinato de mujeres (feminicidio) y hombres (homicidio por odio) y personas transgéneros, el hombre androcéntrico no sólo se encarga de matar al otro que expone la fragilidad de su masculinidad, sino también —y quizá sobre todo— se asegura de aniquilar a su feminidad eventualmente representada, a la parte femenina que sabe presente dentro de él (en recuerdos de la madre y en comportamientos privados inaceptables). En ese sentido, el hombre asesina al otro y, al mismo tiempo, asesina a aquello propio que ve en el otro: se aniquila a sí mismo.
Resulta después imperativo para el asesino explicitar la muerte, exponer el cadáver al recuento público, puesto que de esa manera todos pueden experimentar el suceso. El crimen individual se torna entonces una inmolación colectiva en la que se mata y se muere, en una suerte de catarsis sangrienta. A un tiempo se amenaza con la posible muerte de otros sujetos homosexuales y se expían los pecados de todos los afeminados a través de la sangre de una persona; es decir, su remanente de feminidad se anula con el asesinato del otro, que representaba al yo.
Cruz Sierra, Salvador (2011). “La homofobia en los crímenes de odio y el homicidio masculino: expresión de poder, de la sexualidad y de género”. En Revista de Estudios de Antropología Sexual. Número 3, pp. 38-54.
Diccionario de la lengua española (2017). Madrid: Real Academia Española. Página virtual de la Real Academia Española: http://www.rae.es/. Recuperado el 10 de noviembre de 2019.
Kimmel, Michael S. (1997). “Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina”. Pp. 49-62. En Valdés, Teresa, y Olavarría, José (editores). Masculinidad/es: poder y crisis. Santiago: Isis Internacional.
Mbembe, Achille (2011). Necropolítica. Sobre el gobierno privado indirecto. Santa Cruz de Tenerife: Melusina.
Parrini Roses, Rodrigo y Brito Lemus, Alejandro (2012). Crímenes por odio por homofobia: un concepto en construcción. México: Letra S, SIDA, Cultura y Vida Cotidiana, A. C.
Vivero Marín, Cándida Elizabeth (2017). “¿De qué hablamos cuando hablamos de género?” En Engarce. Número 4, pp. 3-4.