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El aniversario

Martha Eugenia Colunga Bernal

Las moscas que se posaban en sus ojos no perturbaban al viejo caimán, que vigilaba las peripecias de la mujer sobre la endeble barcaza. No perdía la esperanza de volver a tener la buena fortuna de cenar opíparamente y sin esfuerzo alguno; así que regresaba, año tras año, para vigilar la solitaria choza que se alzaba sobre cuatro pilotes, oculta entre los mangles del pantano.

Cuando por fin Ramona pudo saltar de la barca a la cabaña sin tirar al agua estancada el flamante smokin negro que llevaba en un brazo, le echó una sonora trompetilla al animal, y sin dejar de burlarse de él, se anunció.

─Flaquitooo, ya llegué. ¿Ya viste que me está esperando el Juanón? Ese pinche lagarto piensa que porque le di de comer una vez, le voy a dar cada vez que venga ─viendo que la hornilla de petróleo que estaba sobre el pretil estaba apagada, le reclamó dando una patada a la silla y llevando las manos en la cintura─. ¡Qué gacho eres, Emiliano! ¿No te merezco ni siquiera que vayas preparando el café?

Moviendo la cabeza de un lado a otro suspiró estruendosamente y tomó la escoba para empezar a quitar las telarañas y barrer todas las hojas secas acumuladas en el piso, sin dejar de parlotear.

─Te iba a traer tus cacahuates de Tepic, y a la mera hora se me olvidaron; pero me bajé un ratito del camión cuando se paró en San Blas y te compré esta matraca. Está padre, ¿no? Pa’ que espantes a los bichos. Ay, corazón te estás haciendo bien huevoncito, me cae. ¡En mala hora te compré ese juego de pilas pa’que te entretengas… ve nomás que mugrero! Mira, por fin alcancé pa’ comprar el smokin que te prometí el año pasado. El traje que ibas a usar en nuestra boda hace once años ya estaba muy jodido y pasado de moda. ¿Te gusta este color?

El hombre sentado en la mecedora frente a la ventana abierta no solamente no le contestó una palabra, sino que ni siquiera volteó a ver a la mujer que emocionada le quitaba el plástico al smokin y lo ponía sobre su cuerpo para que él lo mirara. Ante el desaire, Ramona hizo bolas el traje y lo aventó sobre el catre, al tiempo que buscaba con los ojos el machete que yacía oxidado donde lo había dejado la última vez.

─¿A ver, qué traes tú? ─le increpó parándose frente a él y mirándolo a los ojos─, ¿todavía estás encabronado conmigo? No te me pongas jarioso otra vez, Emiliano, ya sabes que soy de mecha corta y no mido las cosas… ya, hombre, no seas rencoroso… mira, yo no tuve la culpa de que no nos casáramos el año pasado… ¿Qué te hubiera costado sacar tu traje antes de que llegara y no esperarte a que yo lo sacara de la caja y verlo casi enlamado? ¡Ya ni la friegas! Sí, sí, ya sé que lo de los dientes, hace cinco años, fue mi culpa; pero tú empezaste la bronca; si no me hubieras recordado aquella vez que me dejaste plantada en la iglesia y te encontré al día siguiente aquí con la furcia aquella, no te hubiera yo dado esa trompada que te tumbó los dientes… Pero ¡ayyy corazón!, es que cada vez estás más delicadito tú, con cualquier testereadita te pasa algo…

El ventarrón que anunciaba la cercanía de la tormenta entró a trompicones por la ventana, moviendo la mecedora en que descansaba Emiliano. El lastimero rechinido de la silla interrumpió la perorata de Ramona. Conciliadora, se inclinó y besó delicadamente la boca de su novio, al tiempo que quitaba con cuidado las hojas secas acumuladas sobre su pantalón. Después, levantándole lentamente el brazo, lo pasó sobre sus hombros para, con suma precaución, ayudarlo a levantarse, mientras murmuraba con voz melosa.

─Bueno, bueno; sí, corazón, tienes razón, te había prometido ya no enojarme. Vamos, ándale, te ayudo a vestirte. Ya tienes tantos clavos, alambres y cordones, que si te me vuelves a caer y a desbaratar, ya no voy a saber dónde va cada hueso.


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