Cuando no creo en mí
miro los ojos de mi hijo y me muestra el universo.
Sin querer,
porque en su llanto recóndito se esconden todas las voces del mundo.
Y en su risa todas las risas de los niños que son felices.
Cuando no creo en mí
dejo de pensar y lo veo a él
me doy cuenta de que soy quizá solamente el instrumento de Dios para guiarlo.
Y un guía siempre cree en sí mismo.
Cuando no creo en mí
me detengo un momento y reflexiono y vuelvo a lo mismo siempre
pero siempre se cruza entre mis brazos el niño, todos los niños del mundo, mi niño.
Y me pide que crea, y que crea en él.
Lloro palabras.
Escupo palabras.
Palabras que corren por mi rostro
y se evaporan con el primer rayo de sol.
Cruzan por mis mejillas y por mi boca
y como un río desembocan en mi cuello,
tronco inconexo a la cabeza
porque no respira, no tiene vida.
Solo esconde la sutileza del tiempo
vestido con arrugas casi invisibles.
Descansa junto a mi lado
respira sobre mi pecho
envuelve con tres mil besos
mi cuerpo y mi corazón.
Susurra, y entre sollozos,
pronuncia otra vez mi nombre;
me hace sentirme bien,
me hace sentirme hombre.
Estrecha junto a mis manos
tu cuerpo de linda dama.
Haz que la noche pase lenta
y no salgas de mi cama.
Y olvida lo que te digo
si estamos los dos a solas,
pues sabes pequeña dama…
que partiré en unas horas.
Quiero vivir para ver como vives tú,
de lejos,
solo por eso no he muerto.
Grande o chico,
cerca, lejos,
sueño infinito,
de algo que no floreció.
Amo-odio
vuelta y vuelta nada más.
Conducta inexplicable,
producto de irrealidad.
Miseria paupérrima,
acompañada de complicidad.
Letras que no son leídas,
no existe técnica,
existe hambre y deseo de estar.
Estar para nada,
estar para no morir,
no morir para evitar gastos,
gastos que no tienen fin.
Miseria paupérrima,
el futuro de estos niños.
¡Lugar de mi tierra!
Piedras frías,
corazón latente
y nada más.
