Por sí misma, la historia de una casa, de una vivienda, no parece resultar muy atractiva. Puede uno fabular, o historiar con el contexto de la época en que fue construida, los estilos arquitectónicos, su funcionalidad, su ubicación. Un vistazo a su fachada, una visita a sus entrañas puede sugerirnos historias, momentos concretos, anhelos de sus habitantes, actuales o pretéritos. Y son sus moradores, precisamente, quienes inyectan vitalidad y le dan una razón de ser a estos espacios creados con los más variados materiales.
Para el presente ensayo, más que la historia en sí misma, sugiero el ejercicio de imaginar el tipo de vida que se desarrolló en el interior de la casa López Portillo, convertida en museo en 1982.
Construida a finales del siglo XVIII, en la actualidad exhibe muebles de esa época, del siglo XIX y principios del XX, es decir, las postrimerías de la Colonia y prácticamente todo el siglo del México independiente, hasta los albores de la Revolución. Recorrerla nos permite sumergirnos en el ambiente de aquellos años ya lejanos.
Nuestro recorrido se corresponderá con la galería de imágenes que acompaña al presente texto. En primer lugar, observamos un gran número de habitaciones, ubicadas en torno a un espacio central que uno consideraría como un salón idóneo para las fiestas: la celebración del cumpleaños del patriarca, la boda del hijo favorito, la presentación en sociedad de la hija guapa (o eso cree la familia, a excepción de los maledicentes, que nunca faltan)… Uno imagina en un rincón a la orquesta, un cuarteto de cuerdas, la música de cámara que acompaña y ameniza las reuniones de la alta sociedad como nos lo muestran las películas de época.
En este siglo aciago de multifamiliares, de los famosos huevitos del Infonativ uno se pregunta por qué tantos y tan amplios espacios, por qué tantas habitaciones. Y la respuesta es que ese patriarca asignaba espacios para su numerosa prole, y después para los respectivos cónyuges y los futuros hijos-nietos, multiplicando la descendencia para cumplir el antediluviano mandato bíblico.
Y uno sigue maravillándose por los accesos tan amplios (ocultos ahora por las remodelaciones, y en otras edificaciones de la época convertidos en locales comerciales), por los patios y traspatios. La respuesta también nos la da el estilo de vida de ese México del siglo XIX: los carruajes, la servidumbre, los animales (caballos, vacas, puercos, aves…). Así como hoy todo cabe en un jarrito, en aquellos ayeres todo cabía en la casa López Portillo.
Y si uno le escarba un poquito a la historia, o si sabe algo de arquitectura, descubre que todo ello también obedece a las modas de la época, a la funcionalidad y a la habilidad de sus creadores: ingenieros, arquitectos, alarifes y obreros de los más variados oficios, todo con el único fin de volver habitable un espacio, al gusto del patrón.
Ya en el interior de los salones, los objetos cotidianos vuelven cercanos a esos habitantes de antaño, algunos de ellos ahora moradores del panteón de Belén o de Mezquitán. Las camas, las mesas, sillas y sillones nos los presentan en momentos tan triviales pero a la vez tan trascendentes y vitales como comer, dormir, dedicar una tarde al reposo, a la charla tranquila (o lo contrario), a degustar un café o un chocolate con un pan recién salido del horno.
Objetos muy específicos como un reclinatorio, un piano, nos los presentan en otro contexto: el de la devoción, el disfrute del arte. En ambos casos, el espacio para el recogimiento, la reflexión, la pausa de los afanes de la vida, la conciencia de que siempre hay algo más allá del mundanal ruido, lección que difícilmente atienden las nuevas generaciones.
Desde luego que todas las pinturas, esculturas, gobelinos y otros objetos artísticos no forman parte de la casa, sino que han sido añadidos por su habilitación como museo. Sin embargo, los hogares, incluso los más modestos, no se hallan exentos de estos lujos, aunque ahora se representen mayormente como fotografías. En ellas se reproducen también historias: el retrato familiar, de los ancestros, como la evidencia de nuestras raíces.
Visitar espacios como el presente nos ayuda no sólo imaginar cómo vivían nuestros antepasados, cuáles eran las costumbres de los tapatíos de antaño, sino que también nos permite reflexionar sobre nuestra esencia, sobre la importancia de las pequeñas cosas que se llevan a cabo, día a día, en el espacio de la vida que representa nuestra casa, nuestro hogar.