Galletas de nuez
Carlos Camacho Sandoval
—Mi más sentido pésame.
Hipócritas palabras, ofensivas más que consoladoras.
La gente suele decirlas sin pensar, sin saber que pueden resultar molestas, incluso hirientes; pero a la persona que se encontraba sentada junto al féretro no parecía importarle. Volvió la vista y con sonrisa despreocupada dijo:
—Gracias.
Su actitud era extraña, ajena al ambiente y lugar donde se encontraban. Tenía una mirada y un aire despreocupados, jugueteaba con los dedos y observaba a todas partes.
—¿Crees que la cafetería todavía tenga galletas con nuez? —preguntó de repente.
—Eh... me parece que sí —contesté extrañado por la pregunta.
—Bueno. ¿Te quedas con él? No le gustaba estar solo.
Sin esperar una respuesta afirmativa se paró y salió de la habitación.
Su manera de caminar era despreocupada, como si paseara por el parque.
El muerto tenía gran parecido con aquel tipo. “Deben ser hermanos”, pensé, sólo que el difunto emanaba tristeza, su cara era la viva imagen del dolor.
Pasó un tiempo hasta que el tipo raro regresó. En la mano derecha llevaba un café y en la izquierda un plato con galletas.
—¿Quieres? —me preguntó. Masticaba una galleta que escupió en mi cara y por todos lados.
—No, gracias —dije mientras me quitaba galleta de la cara.
Tomó asiento y dejó el café encima del ataúd.
—¡Cuidado con el ca...
—No te preocupes, él no tomaba café —interrumpió.
—¡No, se va a caer! —grité.
—¡Ah, sí! —contestó sin darle importancia.
Tomó el café, lo colocó en una mesita a su lado y siguió comiendo. Después de un rato de silencio me animé a preguntar:
—¿De qué murió?
—Pues... lo suyo fue triste, se esmeró tanto en algo que lo dio todo, y lo poco que le sobró también lo dio.
—No entiendo.
—Es sencillo: se esmera tanto en alguien que le da todo, sólo piensa en ella, sueña con ella, su vida la dedica a ella. Ella, ella, ella, nunca él; dejó de ser él.
—Perdón, sigo sin entender. ¿Cómo dejó de ser él? ¿Se puede?
—Sí, uno tiene que ser íntegro. Dejó todo de lado, incluso a él. No quería estar bien, quería que ella lo estuviera. Por ella vivía, todo era para ella; lógicamente dejó de ser él.
—¿Y quién era él? —pregunté aún más confundido.
—Pues él era ella —me dijo como si se tratara de algo muy común—. Se perdió a sí mismo.
—¡Qué raro! ¿Y luego qué pasó?
—¡Oh!, eso fue lo triste: cuando ella se alejó se quedó sin nada, ya no era ni él ni ella. Él era “nada”, cayó en la más profunda soledad, vivía en el silencio.
—¿Y luego? —pregunté.
—¡Ah!, pues lo maté —contestó sin preocupación alguna.
—¡Cómo que lo mataste! —le grité indignado por su despreocupación.
—¡Shh!, no grites, ¿no ves que es mi funeral? —me reprendió.
—¿Cómo? ¿Tú eres él? —pregunté atónito.
—No te asustes —me tranquilizó—. Sí, yo soy él, tuve que matarlo, no me dio otra opción.
—¿No te da tristeza?
—La verdad, no. Cuando lo maté ya no quedaba nada, lo dio todo, su felicidad y otras emociones. Me dejó desnudo, vacío, sólo me dejó una soledad que se traga todo.