No hay madera
pero veo el libro que leías cada noche,
está en esa mesa en medio del cuarto,
una especie de cueva blanca donde viviste
tantos años; recuerdo tu taller y tu mesa,
siempre con el libro abierto en diferentes páginas
cada día lo leías y cada noche lo releías.
Pero no hay madera, ¿y el libro?
¿Y el papel que trabajaste día y noche? Por eso
te aficionaste a la piedra, bajo ella, sobre ella.
No me dices dónde quedaron tus manos,
veo sólo tu cuerpo adosado a la roca
como durmiendo, no me abres las páginas de ese libro
que has hecho con recuerdos, de una madera inexistente.
Tus manos quisieron tocar ahora la tierra
después de tanto buscar madera, trataron de ser raíz
y se quedaron rígidas: se fueron: Tu cuerpo
sin poder surcar el viento, ni el agua,
se escondió entre la roca, se exilió de una vez
y ya no bajaste a comer ni cerraste la puerta,
ya no compraste víveres en la tienda de arriba,
no volviste a sonreír, ni a leer, ni a contarnos esa historia
que alguna vez parecía interminable.
El vino vertido sobre la sábana
surcando un mapa donde debí
haberte buscado,
meridianos y paralelos
cruzándose en la blancura:
líneas de intersección:
planos y ejes sobre la cama
círculos máximos hasta llegar
a tu ausencia.
Sábanas sin asiento,
brazos sin respaldo,
los polos y la superficie rubicunda
sin encontrar siquiera una pista,
la hora de tu siesta,
un zapato olvidado bajo la cama.
Sólo el mapa arañando las almohadas
para ahogar mi desenfreno.
Y regresas con tu mismo sombrero
¿dónde dejaste tus ojos?
Veo tu sombrero y no me encuentras,
mírame sobre la silla, en la mecedora
que me hiciste de árboles caídos,
los mismos que luego se robaron los pájaros.
Ven, cubre mis manos con tu tiempo,
déjame salir contigo a la rueda gigante
del mar y su historia interminable,
como la rueda de la fortuna donde nos conocimos
¿recuerdas? Nos mirábamos en fuga,
tú subías mientras yo bajaba
hasta que nunca más volviste a tierra.
Ahora regresas con tu sombrero rojo
y ya no tienes mirada para verme.