Siempre que llega la patrona toda emperijoyada deja a su paso su olor a gardenia. Yo la veo, a veces de reojo, mientras sacudo los muebles de la casa. Se sienta, se pone la mano en el cachete como pensando cosas tristes. Yo la sigo viendo, a quién no le gustaría estar así de triste pero en esta casota. Se me hace raro que nunca sonría, ni llore a pesar de que seguido se le ven los ojos cristalinos como los elefantitos esos que siempre limpio. Cuando pasa del sillón a su cuarto deja un silencio en la sala, aunque no haya hecho ningún ruido. Se nota su presencia y también su ausencia. Yo hago como que termino de limpiar la planta baja de la casa para subir y seguirla viendo. Quién fuera ella. Quién fuera ella.
Una vez se dio cuenta que la miraba de lejos mientras se arreglaba y se ponía un collar de perlas negras que era de su abuela. Me dijo: “Ven, Celia”. Cuando me habló mis hombros se cayeron más de lo normal, se agacharon de vergüenza (siempre he sido rechismosa, tal como me lo decía mi mamá de chica). “Celia, tú no tienes nada que envidiarme. Veme, yo aquí sola en medio de tanto lujo y tanto oro y para qué, para no compartirlo con nadie”. Yo nada más me le quedé mirando, viendo sus uñas rojas, su peinado acicalado y su piel perfumada. Yo sentí que se burlaba de mí porque no sabía cuánto trabajo me había costado llegar a su casa ese día porque el camión no pasaba.
Era medio ingrata la patrona, se burlaba a veces de la gente que salía en las noticias que veía en la tele de la cocina. Me decía: “Celia, a mí me alegra ya no pasar por esas cosas. No sabes el trabajo que me costó llegar aquí”. Pero yo como siempre no dije nada. Sólo me le quedaba viendo con un recelo en la mirada. Luego limpié las morusas del pan tostado con requesón que se había comido.
“Celia, hoy voy a salir. Te encargo a Tulio. Que coma bien, que juegue cuanto quiera y si te pide más carne, se la das, está en el refri”. Ese méndigo perro comía mejor que yo. Diario tragaba carne y hasta se la pesaban para darle la cantidad exacta. Un día se me ocurrió no darle la carne y llevármela a mi casa para hacer unas tortitas, pero cuando me enteré que la patrona le molía croquetas me la pasé vomitando todo el día.
Después de varios meses de trabajar para la patrona, de verla todos los días, de conocerla aunque no habláramos, me empecé a encariñar con ella. En el día me la pasaba viendo cómo andaba de un lado al otro de la casa, meneando sus vestidos caros. Pero también me la pasaba pensando en irme a mi casa a descansar. Y cuando llegaba a mi casa (cuarto mugriento, como mi mamá lo llamaba) sólo pensaba en que amaneciera pronto para ver de qué color se había vestido y oler su aroma al abrir la puerta.
Así, muchos meses y mucho tiempo. Evitaba los pensamientos de ella porque ya hasta me estaba convirtiendo en lo que tanto repetía mi mamá: “Pareces manflora viendo esas viejas en la tele”. Me daba miedo y asco sentirme así, pero también me sentía bien, como si esa sí fuera yo. Era algo muy raro porque a la vez quería ser ella, la patrona.
Un día se me ocurrió llevarme un cuchillito de mi casa. Sin razón me lo eché a la mochila mugrosa que diario cargaba. Nadie se daría cuenta. En el camión me seguían viendo como la mocosa greñuda que siempre había sido, aunque ya casi cumpliría los 25. Atravesaba las calles con miedo, como queriendo esconder un tesoro filoso y preciado.
Cuando llegué a la casa de la patrona toqué el cancel con una monedita de la morralla que me había sobrado del camión. Entonces salió ella más hermosa que nunca, con el cabello recogido y vestida de rojo. “Ay, Celia, ya te he dicho que me timbres, para eso está el timbre, así se llama ese aparato, eh, ¡tim-bre!” El corazón se me achicopalaba cuando la patrona me hablaba como si yo estuviera tonta.
Caminé detrás suyo y cuando ella cerró la puerta de la entrada me le quedé viendo por mucho rato. Ella me dijo: “Ay, Celia, no me vayas a salir con que estás embarazada y que te vas, ¿o por qué tanto misterio?” Yo solamente dije no con la cabeza. Y mientras se daba la vuelta y me empezaba a regañar por los trastes mal lavados del día anterior y a darme las órdenes interminables de ese día, le enterré el cuchillo en la espalda.
Ahí quedó la patrona. Ya no me volteó a ver a los ojos. Cayó de espaldas. Quedó tiesa y fría. En el fondo yo sentí que le hacía un favor. Se quejaba siempre hasta de ser hermosa. Le quité los aretes; me los puse. Sonreí usando como espejo el horno de microondas. Tomé su bolsa, me subí a su cuarto. Tenía tantas cosas en el tocador que no sabía ni para qué eran. Yo me embarré todo. Me eché todos sus perfumes. Me reía como loca y brincaba. Nunca me había sentido tan feliz. Había dejado de ser la criada triste y muda para convertirme en la patrona.