La arena se obstina
en ser duna
de nueve lunas.
Anclan golondrinas
en el puerto
de esa ola de vida.
¿Qué tanto pesca el oído
sobre los poros
de su mar adulto?
El navegante
no muerde el anzuelo,
prefiere jugar
en el columpio materno.
Las palabras se aglomeran en la playa.
Todas quieren ponerle
un nombre al capitancito
que pronto arribará
en una trajinera de pañales.
Vienen los taladores
con su horda de cuchillos.
Buscan a Getsemaní
que ora en el huerto.
Tras el beso que traiciona
entregan al que —dicen—
es alborotador de frondas,
y lo remiten a Caifás.
Patio de sombras cercenadas.
Entre avispero de blasfemias
abofetean con mazos
al preso que no habla.
Es el Cristo verde
que hoy comparece
en el mismo pretorio
y ante el mismo Pilatos.
Catervas ecocidas lo acusan
de dar cobijo a todos,
de excederse en abrazos,
como si eso fuera un delito.
Allí se divierten los esbirros
con el Rey derribado.
¿Dónde quedó su mano
que daba pan al caminante?
Sierras de la avaricia;
a dentelladas echan abajo
el condominio de las aves
para que impere el lucro.
De nada sirven las protestas.
Tiene más peso el grito:
“¡Destrónalo! ¡Destrónalo!”
de los fraccionadores.
A Pilatos no le queda otra
que lavarse las manos.
Deja libre a Barrabás
y condena al inocente.
Madre Tierra que te arrastras,
se aprovechan de tu afasia;
van tus retoños como reos
al cadalso y a la hoguera.
En esta vía de ecocidios
no hay un Cireneo que ayude
a los que caen una y otra vez
al golpe de hachas asesinas.
Al pie del madero
hay un charco
de sangre verde
que nadie reconoce.
Los insaciables sortean
el manto del Galileo,
para que no quede huella
de crimen tan nefando.
La impunidad florece
al parejo de la cizaña.
Por eso es inmenso
el Predio de Sangre.
Es el Cristo verde que agoniza…
Mientras en el atrio abundan los Iscariotes
que se venden por treinta dineros.
Tardes orfebres
con sabor a cobre
de tanto pulir las horas.
La hoz del ocaso
decapita mis palabras,
cotidiana elección
de girasoles.
Apostar el corazón
como un semáforo
en la calle
innumerable del tiempo.
Amasar la noche
hasta hacerla un diamante,
un guijarro en la honda,
y apedrear las estrellas.
Morirse a besos
con la muerte
en la intimidad
de la última calandria;
como dos amantes
sin tiempo,
sin medida,
entre las carcajadas
de las calles luciérnagas.
Anadelia Guzmán Ramírez
Armando Parvool
Claudia Gómez
Cristina Pérez Topete
Rafael Cruz