Los seres humanos son como la música: los hay buenos, los hay regulares, los hay malos y los hay insoportables. Hablar de buena música es considerar que, para desarrollar un buen tema, éste debe poseer carácter, fuerza, intensidad, atracción, seducción; sin eso no es nada. Hace años un productor musical que conocí me dijo: “¿Quieres saber si un artista tiene algo que ofrecer? Toma sus primeros 20-25 segundos. Si eso no te involucra, no sirve”. Aplicándolo en las personas, no basta una hoja de vida intachable, no es necesario que te describa todos sus logros o derrotas, nunca será suficiente para lo que nuestra humanidad puede interpretar a partir de ello. Para mí, para Christopher, todas las canciones-personas, distintas unas de otras, poseen eso: armonía, emociones, momentos, circunstancias, accidentes, ese ápice que las vuelve distintas al resto, que las hace sobresalir, algo que sólo una humanidad educada, dispuesta, abierta, es capaz de ver ahí, en el gozo de su sonido, digno de ser apreciado.
Tarda en llegar pero al final, al final hay recompensa. Cerati lo supo expresar de muy diversas formas: la música es una expresión, una forma de vida, un ejemplo de historias breves, de conocimientos amplios. Hay una zona de promesas que nos da, vive y siente; son gloriosas, puedes quedarte, repetirlas una y otra vez, porque si no es tuya la historia la haces tuya, es poesía, emoción, van más allá de la fantasía, de una idea que sólo pasa entre nosotros, quien no pueda verlo, sentirlo, no escucha, sólo oye, no es capaz de ver, en la quietud del recuerdo, la promesa ausente de la locura plena.
Hay guitarras que suenan más que otras, hay cuerdas que retumban por encima de las demás, hay sonidos que superan la armonía, hay una danza angustiosa deseando salir, ser compartida. Hogar de Antonio Pinto es una muestra de ello. Años atrás lo escuché por un documental de mi máximo ídolo, Senna; una cosa siempre lleva a otra, pocos saben qué tienes dentro, pocos perciben cuánto hay en el alma, cómo se vive de adentro hacia afuera, sin embargo el sonido, como las esencias, surgen del momento menos esperado. No es el sonido el que decide cómo llevarnos, no es la caricia de la soledad, no es sólo el mirar atrás, es un tono lejano que nos lleva a compartir más que miedo o el tintineo que va y viene entre las fases de lo que nos da el sonido al llevar al alma a donde quiere estar.
Una composición puede permitirnos, según el momento, el tiempo o el espacio donde la percibamos, una memoria remota; basta dejarse tomar, robar el alma para ausentarnos de la conciencia. Hace poco me nació compartir los sonidos, simplemente porque así es como sucede, uno comparte lo que lleva dentro y con quien le nace. Entonces, al hacerlo, supe que en ese momento alguien más vivía algo similar a lo mío. Ansia, miedo, tristeza, vacío, no sé bien cuál de todas emociones o si cada una de ellas en una sola. De Ushuaia a la Quiaca nos da ese aliento, soledad, seguridad, fortaleza, gozo, plenitud, es un encuentro con uno mismo, es como cuando La Princesa de las Flores ve en su armonía la razón de ser intensa, brillante, gloriosa, omnipresente, ese momento es cuando agradeces que el oído sea bendecido con la facultad de sentir, de vivir en una armonía. Todos vemos distinto los sonidos, todos somos ajenos a los momentos de la creación, pero al final, cuando somos tan similares, tan iguales, tan raramente parecidos, volvemos a ser lo mismo.