La autoestima se construye a lo largo de la vida en interacción con las personas significativas. Las personas que más contribuyen a ello son las más cercanas y queridas: la familia y personas importantes. “Fairbairn propuso que el vínculo temprano con los padres moldearía la vida emocional del niño y sería el prototipo de las posteriores experiencias emocionales que el individuo pudiese tener a lo largo de la vida” (citado en Rendón Quintero y Rodríguez-Gómez, 2015, p. 264). Las características de la educación familiar —lo que los padres hacen y dicen a sus hijos— adquiere importancia decisiva en el trato posterior que la persona tiene consigo misma y con los demás.
El ser humano (y también otras especies) nace con una necesidad básica de contacto. Depende totalmente de su madre para resolver sus necesidades. El bebé experimenta tranquilidad y protección con la caricia y el abrazo de su madre. El contacto físico “es tan importante que puede alterar incluso el crecimiento físico y mental de un bebé”, explica la psicóloga María Jesús Álava Reyes (Psicología, 2014), y continúa: “Puede hacer que, aunque los niños estén bien atendidos desde el punto de vista de la salud, al faltarles el cariño diario de sus seres queridos, presenten cierto retraso psicomotor y sean inmaduros, inseguros, apáticos”. Por eso toda madre ha de estar atenta no sólo a los cuidados, sino también a las necesidades emocionales de su hijo. Es necesario que le acaricie, hable, cante y reconozca mediante gestos amorosos que le sostengan y hagan sentir seguridad a su lado.
Esa necesidad de contacto físico no termina nunca. Álava Reyes afirma que “el ser humano necesita el contacto físico para desarrollarse con normalidad y sentirse bien, porque esto significa que tiene cariño, amor y aceptación de los demás. Pero el cariño de la gente que le importa” (ib.). La psicóloga Cira Molina (op. cit.), por su parte, afirma que las personas “no pueden sobrevivir y desarrollarse sin ese contacto físico. Todas las personas lo necesitamos. Basta con observar la serenidad que siente un bebé al ser abrazado”. Kathleen Keating escribió que “el contacto físico no es sólo agradable, sino también necesario para nuestro bienestar psicológico, emocional y corporal, ya que acrecienta la alegría y la salud del individuo y de la sociedad. El abrazo es una forma muy especial de tocar, que hace que uno se acepte mejor a sí mismo y se sienta mejor aceptado por los demás” op. cit.).
Alexander Lowen lo aprecia de esta forma: “Todo contacto placentero entre dos cuerpos da lugar a sentimientos de amor. El abrazo habitual de dos amigos que se encuentran es una expresión de afecto que sirve para reforzar la relación existente entre ellos. El apretón de manos es el contacto físico más informal para expresar cierto grado de sentimientos positivos”.
El psicoanalista René Spitz realizó una investigación en un orfanato con dos grupos de lactantes separados de sus madres. En el primer grupo cada niñera se hizo cargo de siete niños a los que les atendían en todas sus necesidades. El otro grupo vivía anexo a la prisión en donde sus madres tenían oportunidad de cuidarlos durante el día:
“Spitz notó que, hacia el final del primer año de vida, el rendimiento motor e intelectual de los lactantes criados en el orfanato por niñeras era ostensiblemente menor al de los niños que habían permanecido en contacto con sus madres; además presentaban conductas de retraimiento y mostraban poca curiosidad y alegría en el juego” (Rendón Quintero y Rodríguez-Gómez, 2015, p. 263).
La atención materna provee mejores resultados debido a que cuenta con una empatía, diríamos, biológica, respecto de su recién nacido. Incluso otras mujeres son incapaces de adivinar las necesidades del bebé, mientras que su madre entiende con más facilidad lo que el bebé requiere en cada momento. Se observa que esa empatía decae naturalmente cuando el niño tiene tres meses, tal vez debido a que el bebé ya cuenta con recursos indubitables que indican a la madre lo que requiere.
No obstante, si bien la atención de la madre a sus hijos es insustituible, también es cierto que no todas cuentan con disposición para hacerlo. Algunas no les dedican tiempo para hablarles, cantarles, acariciarlos… es decir, para reconocerlos como seres muy queridos. Las causas pueden ser diversas; por ejemplo, pasar por un duelo importante (la muerte de algún miembro de la familia) impide dedicar el interés adecuado al bebé. En esa circunstancia, la madre estaría ensimismada mientras lo atiende. Si el bebé sufriera aislamiento social, es decir, se le atiende en sus necesidades de alimentación e higiene pero no se interactúa con él, “produciría efectos deletéreos en el ajuste individual, el desarrollo heterosexual normal y el control de impulsos agresivos y antisociales” (Rendón Quintero y Rodríguez-Gómez, 2015, p. 265).
Investigaciones con monos Rhesus sobre aislamiento durante los primeros meses de vida muestran conductas autistas de aislamiento y balanceo en los animales. Algunos rechazaron comer y murieron. Los monos que fueron aislados en una edad posterior no sufrieron estos efectos. Por razones éticas estos estudios no se realizan con seres humanos, pero se advierte que la desatención de la madre en los primeros meses de vida son decisivos. Existe evidencia de que el aislamiento emocional está en la raíz (entre otras causas) en el autismo, la hiperactividad y los problemas de atención. Los niños con hiperactividad suelen tener dudas respecto del amor de sus padres. Dolto corrobora la importancia del cuidado de la madre. Lo ideal es que ella se encuentre libre de ansiedades perturbadoras cuando alimenta a su bebé:
“Aunque el niño tiene necesidad de una nutrición adecuada, recibida al ritmo que le conviene, precisa también, para tener buena salud, de un clima afectivo armonioso: los momentos consagrados a la alimentación son los más importantes de las relaciones del niño con la madre, porque son para él momentos de satisfacción orgánica. Si la madre está ansiosa, impaciente, tensa, obsesionada por mil detalles, en lugar de estar tranquila y afectuosamente atenta a su hijo, el niño sensible puede experimentar por contagio el clima nervioso que desprende su madre. El niño bebe angustia con la leche” (Dolto, 2000, p. 97).
Si bien lo ideal es que las madres gestionen las necesidades de sus hijos, eso no anula la posibilidad de que otras personas cumplan con ese papel. Si su cuidadora realiza su tarea adecuadamente, el niño puede estar bastante bien. Así, hay personas que, sin ser los padres biológicos, pueden gestionar las necesidades de los bebés. Ellos dependen totalmente de la identificación con el clima emocional de quien se ocupa de cuidarlos:
“A menudo cito el caso de una guardería infantil donde se cuida a los bebés desde el nacimiento hasta los dieciséis meses. Los niños se confían por grupos de seis a una alumna interna que permanece tres años en la institución. Cada cuatro meses, las jóvenes toman otra partida de bebés. En la consulta del médico, que tiene lugar dos veces por semana, se ha convertido en un juego alinear a todos los bebés uno al lado del otro, grupo tras grupo, y adivinar a qué joven corresponde cada grupo. La alumna que me contaba esto me decía que, al cabo de dos semanas de contacto, los niños ‘se parecían’ a la joven que los tenía a su cargo, y que no se equivocaban al identificarlos. Se trataba de un clima afectivo común a todos y que se reconocía como emanado de la cuidadora. Los niños imitaban su mímica fundamental” (Dolto, 1998, pp. 126-127).
Es sorprendente el impacto, en los bebés, del tono emocional de su cuidadora. Eso explica por qué algunos niños adoptados desde recién nacidos pueden mostrar rasgos físicos de sus padres adoptivos. No podemos sino sorprendernos de la plasticidad humana para adaptarse a las condiciones de vida desde su origen.
Si bien el contacto físico es imprescindible, este se integra a un conjunto más amplio de factores que conforman el clima emocional. Por eso es necesario que “la madre ‘habite’, que ‘haga materno’ el lugar en el que pronto van a transcurrir las jornadas del niño” (ib., p. 97). Es preciso que el bebé no sea un “paquete” que se entrega y recoge en la guardería. Eso puede impedir la continuidad necesaria en su desarrollo y provocar anomalías posteriores. Es delicado realizar cambios bruscos respecto de personas sucesivas que cuidan a los pequeños. Por ejemplo, en guarderías o estancias infantiles, conviene que la madre lleve a su bebé y permanezca un día al lado de la persona que se hará luego cargo de él durante su ausencia. El bebé necesita familiarizarse con el olor, el tacto y la voz de la persona que lo cuidará. Por eso hay que tener presente que “el niño pequeño en sociedad necesita estar seguro de la presencia de sus padres porque todavía no sabe quién es. ¿Hijo de Mengano, de Fulanita? A partir del momento en que esté seguro de que su madre o su padre no lo olvidarán y que volverán a buscarlo, se le puede dejar. Pero ¡cuidado! no se le tire encima para abrazarlo por la noche. Es mejor hablarle primero para cuidar el cambio, y en casa podrán abrazarse” (Dolto, 1998, p. 46).
Desde su nacimiento el ser humano requiere contacto de reconocimiento y respeto por parte de sus cuidadores (mejor si son sus padres) para constituirse de manera sana. Ese contacto ha de prodigarse con cuidado; hay que captar el momento oportuno para acariciarlo y abrazarlo, puesto que de otra manera el contacto es violencia:
“Cuando una madre da de mamar a su hijo o le da el biberón, a veces lo cubre de caricias; esto es violencia. Se ha comprobado que los bebés demasiado acariciados mientras son amamantados más adelante serán niños ‘mordedores’ cuando empiezan a andar. No se ven niños ‘mordedores’ cuando su madre los ha alimentado hablándoles, sin manosearles las orejas o el pelo, sin pellizcarles los muslos o las pantorrillas” (Dolto, 1998, p. 45).
Mejor es que durante el amamantamiento la madre esté callada, dándole su tiempo. Sólo después, cuando lo incorpore sobre su regazo con el fin de que eructe, le hable o cante. Es bueno, una vez que el bebé se encuentre satisfecho, que su madre lo contemple alegre y le hable antes de dormirlo o dejarlo en la cuna. Si ella suele hablarle a su bebé, cuando llegue el tiempo del destete este no tendrá que chuparse el dedo porque tendría la palabra de su madre. Es característico de bebés a los que su madre les ha hablado que, después de llorar por la ausencia de su madre, se calman con su propio jadeo que, de alguna forma, imita las palabras de su madre que lo calman. Ello haría innecesario chuparse el dedo como tentativa de hacer presente el pecho que no está.
La clave es el contacto empático y no sólo la interacción sin considerar al niño como tal, porque ¿cuántas veces una caricia puede sentirse como atropello? No se trata de tocar a las personas simplemente, sino de entrar en intimidad con ellas desde el centro del propio ser. Esto es, hay que captar y respetar a la persona en la plena extensión de la palabra. Sólo así el contacto físico sería expresión de entendimiento. La mirada, la armonía con la circunstancia, da lugar al clima emocional para el contacto físico apropiado. Hay que mostrarse genuino, honesto, a la ahora de brindar un abrazo para que constituya un soporte emocional.
Las personas que rehúyen el contacto físico suelen asociarlo con experiencias en las que no sintieron respeto sino atropello. En esas circunstancias, el contacto pasó por alto su dignidad. En el abrazo honesto, la persona comparte su intimidad con otra y se abre a conocer y aceptar con calidez.
La familia es el núcleo en el que se aprende la forma en que se trata al otro y a uno mismo. Las experiencias desde el nacimiento van constituyendo patrones de relación que sólo pueden alterarse al comprenderse. Alonso García y Román Sánchez (2005, pp. 76-77), clasifican tres estilos educativos en la familia:
Es fácil suponer que el mejor estilo educativo es el equilibrado. Lo difícil es lograr tal equilibrio, más común es encontrarse con familias que oscilan entre el estilo autoritario y el permisivo. Pero toda autoridad tiene efectos poderosos en la mente de los niños e incluso de los mayores. Por ejemplo, expresiones como “eres un buen niño” o “no sirves para nada” son causantes de relaciones interiores cargadas de afecto positivo o negativo. Expresiones en negativo como “no seas grosero”, “no seas chiqueado” definen al niño como lo indeseable y eso perjudica las relaciones que tendrá en lo sucesivo consigo mismo. No es extraño que una persona adulta, ante un error, se insulte como lo insultarían sus padres. Esos patrones de comportamiento (definición y valoración de la persona) fundan órdenes difíciles de esquivar. El origen de estas órdenes puede ilustrarse con un ejemplo. Laing (1971, pp. 141-142) presenta una hipotética conversación entre una muchacha y su madre:
Mamá (M): Eres mala.
Hija (H): No, no lo soy.
M: Sí lo eres.
H: Mi tío Juan no piensa lo mismo.
M: No te quiere tanto como yo. Sólo una madre sabe la verdad acerca de su hija, y sólo quien te quiera tanto como yo te dirá la verdad, sea cual fuere. Si no me crees, mírate atentamente en el espejo y verás que estoy diciendo la verdad.
La chica, al mirarse en el espejo, descubre que su madre tiene razón. Luego comprendió cuán equivocada estaba y hasta sintió gratitud hacia su madre, quien por amarla tanto le había dicho la verdad, fuera cual fuera. Pero —sigue el autor— veamos qué ocurre si cambiamos una palabra:
Mamá (M): Eres bonita.
Hija (H): No, no lo soy.
M: Sí lo eres.
H: Mi tío Juan no piensa lo mismo.
M: No te quiere tanto como yo. Sólo una madre sabe la verdad acerca de su hija, y sólo quien te quiera tanto como yo te dirá la verdad, sea cual fuere. Si no me crees, mírate atentamente en el espejo y verás que estoy diciendo la verdad.
Técnicas como estas son inductoras de actitudes hacia uno mismo. El resultado es una imagen que puede hacer sentir bien o mal. Aunque estas inducciones pueden funcionar a cualquier edad, en la infancia no se duda de su certeza, cada afirmación de los padres es algo real para el niño. Por eso frases como “ya no te quiero” inquietan gravemente a niños pequeños. A veces se le ha dicho tanto que parece ya no importarle. El dolor se ha hecho crónico y cuando alguien, distinto a su familia, le dice que es una buena persona, muestra dificultades para creerlo. Cuando ocurre algo negativo a su alrededor supone que él fue el causante; en tanto que si ocurre algo positivo, no cree que él sea la causa.
La baja autoestima trae aparejada una mentalidad culposa. La experiencia de un acto culposo se percibe de forma distinta a la vivencia de un acto erróneo. El comportamiento culposo demanda castigo, mientras que el erróneo, corrección. La conducta culposa no tiene remedio; la conducta errónea sí. De hecho, cuando se aprende cualquier cosa es esperable que haya errores, pero si estos son visualizados como actos culposos la persona se experimenta indigna y mala. En cambio, si ese acto lo visualiza como error, la persona centra su atención en la reparación del daño y en el propósito de evitar repetir. El carácter culposo lleva a buscar (consciente o inconscientemente) un castigo, mientras que el carácter sano repara y rectifica comportamientos. “Una persona con una sana autoestima tiende a atribuirse la causalidad de los buenos acontecimientos que le suceden, pero no se culpabiliza respecto de los malos acontecimientos” (Lannizzotto, 2010, p. 50).
Por fortuna, no todos son igualmente sensibles a las inducciones de los demás. En cada uno existe una parte imposible de condicionar sin la concesión de la propia persona. Por eso, niños tratados de manera similar pueden reaccionar de manera distinta. Es como si la prioridad de obedecer a los padres variara. Mientras para unos obedecer es algo imperioso y no hacerlo infunde temor, para otros eso mismo no altera su tranquilidad. Las personas más dependientes y temerosas a la autoridad suelen ser más vulnerables a las inducciones. En cualquier caso, es en la familia donde se aprende a valorarse y valorar el mundo. Desde la familia se cultiva alta o baja autoestima.
Alonso García, J., y Román Sánchez, J. M. (2005). “Prácticas educativas familiares y autoestima”. En Psicothema, 17. Pp. 76-82.
Dolto, F. (1998). ¿Cómo educar a nuestros hijos? Reflexiones sobre la comprensión y la comunicación entre padres e hijos. México: Paidós. (Traducción B. Marquis y T. del-Amo).
Dolto, F. (2000). Las etapas de la infancia. Nacimiento, alimentación, juego, escuela... Barcelona: Paidós. (Traducción T. del-Amo).
Laing, R. D. (1971). El cuestionamiento de la familia. Barcelona: Paidos. (Traducción A. A. Negrotto).
Lannizzotto, M. E. (2010). “Sentimiento de culpa y autoestima”. Persona. Revista Iberoamericana de Personalismo Comunitario, 13.
Psicología (2014, 14 de noviembre). “Una persona no puede sobrevivir sin contacto físico”. En ABC Familia Sana. Recuperado de https://www.abc.es/familia-vida-sana/20141104/abci-psicologa-contacto-fsico-201411031504.html.
Rendón Quintero, E., y Rodríguez-Gómez, R. (2015). “La importancia del vínculo en la infancia: entre el psicoanálisis y la neurobiología”. En Revista Ciencia y Salud, 14. Pp. 261-280.
Juan Manuel Ortega | Yésica Núñez
Luis Rico Chávez
Citzinari Rico Godina
Elizabeth Hernández
Andrés Guzmán Díaz
Rubén Hernández
Carlos Javier Jarquín Costa Rica
Eudón Larios Sánchez
Fulgencio M. Lax España
José Ángel Lizardo