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Canta el gallo

Andrés Guzmán Díaz


Todos en San Agustín siempre hemos temido al robador de almas. Nadie sale de su casa después de la medianoche por temor a encontrarlo.

Algunos, como don Porfirio, no creen que exista. El viejo toda su vida ha dicho que son inventos del pueblo, que nomás somos buenos para inventar chismes que asustan a las gentes.

Muchos otros, sin embargo, sí damos crédito a los rumores:

Cada viernes después de la medianoche se siente un frío tremendo en el pueblo. Los perros dejan de ladrar y se refugian en los rincones más iluminados que encuentran, ahogando su llanto. Los gatos brincan desde las azoteas a los marcos de las ventanas, pues se creen seguros en las orillas del cuarto donde duermen sus amos. Los pericos sabios gritan “sálvese quien pueda” y las ratas gigantescas se acurrucan en sus madrigueras. Ni siquiera los búhos se atreven a interrumpir el silencio profundo en estos parajes.

Una mujer hermosa y joven sale a pasearse por los callejones. Con su paso lento muestra movimientos sensuales, medidos, acentuados por sus proporciones perfectas. Dicen que al verla a los ojos te quedas ciego, como doña Margarita, la vecina.

Dicen que cuando este ser se encuentra con alguna persona en las calles, las paraliza. Aunque quisieran huir, no podrían. Sus músculos se petrifican mientras la ven caminar hacia ellas, con la mirada más hermosa y horripilante que jamás volverán a ver. Querrán entonces llamar por auxilio, pero de sus bocas no saldrá más que un aliento frío, que no puede hacer vaho en el ambiente congelado.

Saben que no tienen escapatoria. En vano rezan plegarias y piden perdón a Dios y a sus seres queridos.

La mujer, cuando se encuentra justo enfrente de la víctima, la observa por un rato, como se observa al insecto antes de aplastarlo, como se observa al venado antes de dispararle. Perfecta siempre es la víctima; es un sacrificio necesario. Abre entonces el pequeño orificio que tiene por boca y puede verse un hilo delgado que escapa de la ahora estatua a punto de morir.

Las lágrimas corren por sus mejillas. Cierran los ojos por última vez y se despiden al tiempo que un gallo canta a la distancia a la gloria del alba, anunciando la muerte de un pueblo que jamás existió.


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