Las imágenes que ilustran la presente reseña fueron
tomadas por Luis Rico Chávez; las imágenes de la galería son de
Armando Parvool Nuño, todas de la exposición “Tutankamón:
la tumba, el oro y la maldición”, que se exhibe hasta el
23 de septiembre en el edificio de la biblioteca
“Juan José Arreola”, en Los Belenes
Hace algunos ayeres leí con entusiasmo el relato de Howard Carter (arqueólogo al que algunas fuentes llaman, en forma despectiva, “excavador”) en el que detalla uno de los mayores hallazgos en la historia reciente: el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, faraón de la XVIII dinastía. Para la presente reseña, repasé el libro y de nuevo disfruté su contenido.
Muchos son los datos y muy abundante la información que podemos extraer de cada capítulo, y me ocurre, en estos casos, que son tantas las notas que me interesa registrar que al final termino con la hoja en blanco. Incluso como en el presente caso, que la lectura la hice para elaborar esta reseña y que, obviamente, me veo obligado a realizar este registro, algo ocurre que me impide cumplir con esta tarea. Así que a continuación recupero, un poco en desorden y a la manera de un collage cubista, parte de mis impresiones de la lectura. Espero la benevolencia del desocupado lector.
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La edición de la que dispongo se divide en 23 capítulos y 2 apéndices. Grosso modo, creo que los podemos dividir en las siguientes partes:
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La búsqueda de la tumba por parte de Carter se remonta a los momentos previos del estallido de la Primera Guerra Mundial (recibe el permiso correspondiente por parte del gobierno egipcio en 1914), pues indicios obtenidos en otras excavaciones lo llevan a deducir que en el triángulo que forman las tumbas de Ramsés II, Merneptah y Ramsés VI corresponde a la zona en que fue sepultado Tutankamón.
Luego de varias temporadas (en época de calor se deben suspender los trabajos, pues el clima impide desarrollar actividades en la zona) Carnarvon, quien financiaba las exploraciones, está a punto de renunciar, pero Carter lo convence de continuar un año más y es cuando descubren el primer escalón que los llevará a la cámara funeraria. Otro mérito de Carter: su empeño y su tesón a pesar de las evidencias en contra.
Destaca el celo, el amor e incluso la pasión con la que Carter acomete su trabajo, el cuidado que pone por preservar lo que encuentra, no por su valor intrínseco (recordemos que uno de los sarcófagos era de oro puro, y pesaba más de cien kilos) sino por la invaluable información y la gran enseñanza que nos da sobre el pasado, las creencias, las costumbres y el desarrollo de la vida de otros tiempos.
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En algún otro libro leía la queja de un especialista a causa de que las películas de Indiana Jones distorsionaban la naturaleza del trabajo del arqueólogo, el cual dista mucho de estar plagado de aventuras. Si bien las descripciones de Carter enfatizan la meticulosidad, el cuidado y el tiempo que deben tomarse para realizar un trabajo profesional, concienzudo y útil para investigaciones y estudios posteriores, por ahí nos cuenta una aventura un tanto simpática que tuvo con unos ladrones de tumbas, a quienes al cortarles la única vía de escape de la tumba que profanaban, no les quedó más remedio que darse por vencidos y abandonar el saqueo.
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Luego del final de la guerra, en 1919, reemprende los trabajos; será hasta 1922 (26 de noviembre) que atisbará las maravillas que le aguardan, y hasta el 16 de febrero del año siguiente que ingresará la cámara funeraria. “El día siguiente (26 de noviembre) fue el mejor de todos, el más maravilloso que me ha tocado vivir y ciertamente como no puedo esperar volver a vivir otro”, explica refiriéndose al momento previo en que observará las maravillas que le aguardan tras la puerta de lo que llamó la antecámara. Así describe el momento exacto:
“Despacio, desesperadamente despacio para los que lo contemplábamos, se sacaron los restos de cascotes que cubrían la parte inferior de la puerta en el pasadizo y finalmente quedó completamente despejada frente a nosotros. El momento decisivo había llegado. Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda. Oscuridad y vacío en todo lo que podía alcanzar una sonda demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar. Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero coloqué la vela dentro y miré, teniendo detrás de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender que aguardaban el veredicto ansiosamente. Al principio no pude ver nada ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro. Por un momento, que debió parecer eterno a los otros que estaban esperando, quedé aturdido por la sorpresa y cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente: ‘¿Puede ver algo?’, todo lo que pude hacer fue decir: ‘Sí, cosas maravillosas’.”
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A pesar de que subraya una y otra vez la objetividad con la que debe acometer su labor, también constantemente encontramos sus puntos de vista y la emoción que lo embarga en ciertos momentos, lo cual desde luego resulta natural. Quién no hubiera querido estar en sus zapatos, haber realizado el grandioso descubrimiento que él hizo, haber tenido a la vista objetos que por centurias habían estado ocultas no sólo a la curiosidad sino a la rapiña del mundo.
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A pesar de la grandiosidad de los objetos encontrados, no podemos menos que lamentarnos por el hecho de que Tutankamón no fue un faraón ostentoso, pues de acuerdo con las evidencias otras tumbas resguardaron tesoros mucho más abundantes que los suyos; el descubrimiento, pues, es el de la tumba de un faraón pobre. Al parecer lo prematuro de su muerte obligó a utilizar una tumba, modesta, que estaba destinada para uno de sus sirvientes.
Este rasgo (la modestia de la tumba), además de los sucesos políticos desencadenados tras su deceso, resultaron a la postre un hecho afortunado para las generaciones que nos tocó conocer el descubrimiento: el sepulcro estaba casi intacto (Carter registra saqueos de dos grupos de ladrones, los cuales por suerte fueron descubiertos a tiempo de tal manera que lo sustraído fue mínimo), lo cual nos proporciona más evidencias no sólo de los rituales funerarios, sino también de la cotidianidad de la época del denominado imperio nuevo.
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A lo largo del libro hay pasajes emotivos, en particular cuando Carter descubre evidencias de la intimidad que vivió el faraón con su esposa. Así ocurre cuando, al descubrir la momia, sobre la famosa máscara funeraria, observa una corona de flores naturales, e imagina a Anjesenamón, su consorte, dándole el último adiós y colocando dicha corona como la ofrenda de despedida.
Otro pasaje, al final del libro, nos permite entrever las actividades recreativas en que pasaban sus ocios los niños de la época, ya que junto con todos los objetos (muchos de ellos de una alta calidad artística) se encuentran juguetes y piezas con las que sin duda se entretenían y se divertían los niños de la época (recordemos que Tutankamón murió a los 19 años).
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Carter es un hombre muy observador, o por lo menos al externar sus suposiciones a partir de los indicios que nos presenta, sus conclusiones son convincentes y podemos hacernos una idea de todos los datos que nos permiten conocer nuevos detalles sobre los ritos funerarios y algunos aspectos de la vida cotidiana de la época. Aunque, de cualquier manera, hay que cotejar la información que maneja con los recientes descubrimientos y los resultados de las nuevas investigaciones, que incluyen, entre otras cosas, análisis de ADN.
Tal es el caso de las observaciones que hace sobre báculos y bastones, que considera como representación del poder del faraón, y que ahora se sabe las utilizaba para caminar, pues padecía un mal congénito. Leemos en el texto de un especialista: se “descubrieron en las tomografías [que] la extremidad izquierda del rey niño presentaba una deformidad llamada pie equinovaro o zambo; también faltaba un hueso en uno de los dedos del pie y otros huesos de la extremidad fueron destruidos por necrosis (literalmente, ‘muerte de tejidos’). Como confirmación de esta hipótesis, diversos estudiosos apuntan al hallazgo de bastones completos o fragmentados en la tumba de Tutankamón, algunos de ellos desgastados por el uso. Aunque hay quienes argumentan que dichos instrumentos eran símbolos comúnmente asociados con el poder y que el daño en el pie de Tutankamón pudo ocurrir durante el proceso de momificación, nuestro análisis reveló que la necrosis había precipitado la formación de nuevos tejidos óseos, confirmando que la afección estuvo presente a lo largo de la vida del monarca. Además, de todos los faraones, Tutankamón es el único que fue retratado sentado mientras realizaba actividades como disparar con el arco o lanzar un bumerán. De modo que no fue un monarca que sostuviera el báculo como mero símbolo de poder, sino un joven que necesitaba un bastón para caminar”.1
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Además de lo que nos describe conforme avanza en los diferentes espacios de la tumba (la antecámara, el anexo, la cámara funeraria y la cámara del tesoro), complementa con datos de carácter histórico, ritual, teológico, cosmogónico y escatológico de la mentalidad egipcia, con lo que podemos configurar un cuadro completo sobre las cuestiones que aborda en su texto.
Incluso se da tiempo para especular sobre cuestiones en las que la historia arroja poca luz (en la época que escribió el libro, en el periodo de entreguerras), como el hecho de que la esposa de Tutankamón, asediada por las intrigas de la sucesión, solicitó al rey de los hititas a uno de sus hijos para desposarlo y, por tanto, que ocupara el trono de Egipto que dejara vacante Tutankamón tras su deceso.
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El complemento de la lectura de este fascinante libro de Carter nos lo proporciona la Universidad de Guadalajara, que en la planta baja de la biblioteca “Juan José Arreola”, en el Conjunto de Artes Escénicas montó una exposición que tituló “Tutankamón: la tumba, el oro y la maldición”, donde presenta excelentes réplicas (y uno que otro minioriginal) de las piezas del grandioso tesoro encontrado en la tumba del faraón.
De esta manera, las abundantes descripciones del libro se corporizan al observarlas en todo su esplendor. Las imágenes de la galería, de Armando Parvool, y las que ilustran la presente reseña, de mi autoría, son una muestra de lo que el interesado puede encontrar. La exposición estará abierta al público hasta el 23 de septiembre.
1Hawass, Zahi (2015, 8 de enero). “Secretos de familia de Tutankamón”. National Geographic en español. Edición digital. Recuperado de http://www.ngenespanol.com/fotografia/lo-mas/11/10/24/tutankamon-secretos-familia/ el 25 de mayo de 2018.
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