Para Juan Felipe, por todos los momentos de la
vida que dejamos transcurrir, y que disfrutamos
Uno es malo, y qué. ¿No puedes tener tus momentos de genialidad? Los malintencionados te dirán que fue pura casualidad o utilizarán un vulgar término que yo no voy a proferir, pero fue resultado de la constancia, de la práctica, del estudio, el análisis y la perfección de una técnica. Eso sí, comenzó de pura casualidad, una tarde que después de la secundaria llegué al taller. El patrón se había largado a visitar a su suegra y a todos les avisó, menos a mí. Llegué yo, como todos los días, muy quitado de la pena, y me metí por el callejón, como hacíamos los chalanes y, obvio, me sorprendió que no hubiera nadie. Eso de la suegra lo supe hasta el siguiente día, cuando los otros se hartaron de hacerme bullying, como dirían ahora (carrilla, decíamos entonces). Estuve como idiota por un buen rato fisgoneando por el taller, hasta que me harté y comencé a considerar el detalle de regresarme a la casa, aunque no me chiflaba mucho el asunto porque no me seducía ver la cara agria de mi madre, o escuchar sus gritos y su cantaleta de que me pusiera a hacer la tarea o los mil encargos que siempre se le ocurrían. Además, no era tan tarde y todavía creía que podría llegar Don Chuzo (el patrón) y no quería perderme la paga del día. En esas andaba cuando me topé con una pelota de plástico, de esas chafas de aire que a veces, hasta cuando les enterrabas la uña del dedo gordo, se ponchaban. Ahí comenzó la magia. Es un partido normal, mi Juanfe, a quién puede sorprender que el Imperio le propine al Mostrín su goliza de cada semana. Ocho cero, y me parecen pocos. ¿Pero qué está pasando? Un hecho insólito, no lo puedes negar: la pelota en el campo del Imperio. La culpa la tiene el marcador. Los jugadores, relajados, que ni por asomo creerían que su contrincante pudiera hacer algo decente, se sorprenden porque el Pingas llega a los linderos del área, va desparramando rivales. El Pichojos, asombrado por su osadía, se da cuenta de que es su único obstáculo entre él y el portero. Cuando lo enfrenta, lo deja de piedra la gambeta con que lo esquiva. Pero al Pichojos nadie lo humilla, mucho menos un mugroso de ese equipo maleta. Pasa el balón, el Pingas no. El árbitro marca la falta. A cobrar, el Huesos. ¿El Huesos? Pero si es el peor de todos… Claro, si es el carnal del dueño del equipo. Tira y la pelota apenas se estrella en la barrera. El Imperio aprovecha y en un contragolpe relámpago anota el noveno gol. El árbitro pita el final del partido. No es la goliza más humillante del Mostrín en su historia del futbol llanero, pero ese es otro asunto. Comencé a patear la pelota nomás por matar el tiempo. Puro calcetinazo. Pateaba, y a correr por la pelota. Obvio, recorría el taller de lado a lado. Aburrido. Hubiera desistido, pero no había nada que hacer, así que mi mente divagó en mil y un disparates. Dribles, quiebres, jugadas de sexto año, tiros imposibles, goles soñados. Entramos en la recta final. Los últimos minutos se auguran cardiacos, como ya nos tiene acostumbrados el Atlas, y en un clásico contra las Chivas no puede ser de otra manera. Dudo que pueda mantener la ventaja. El dos uno y con el Rebaño volcado en la portería rojinegra no se mantendrá mucho tiempo. El Snoopy desborda por la banda, lanza el centro y ante una pifia de la defensa se empata el partido. El Guadalajara no se conforma y continúa el acoso contra el área rival. Jugada increíble del Sami que va desparramando rivales. Solo frente al portero le da la vuelta al marcador y se desata la locura en el Jalisco. Minutos de compensación y el Atlas, con el orgullo herido, no se resigna a irse con otra derrota a cuestas. Ahora la cancha se ha inclinado hacia la portería norte, defendida por el Zully. El acoso rojinegro rinde frutos. En el último minuto marcan penal. A cobrar… ¿el Huesos? ¿A quién se le puede ocurrir, en un momento tan cardiaco del partido, mandar al Huesos a cobrar la falta? Coloca el balón, toma impulso, dispara y… la estrella en el poste. El árbitro decreta el final del partido. Me entusiasmé. Esa tarde aprendí lo que tantos minutos en la cancha nunca me habían enseñado. Descubrí que el balón era esférico, y se le aplican las leyes de la física. Según el punto en que la golpees, la fuerza de la patada, la resistencia del viento será la dirección que tome, la parábola que ejecutará. Y descubrí también que se jugaba con todo el cuerpo (incluido el cerebro) y no nada más con los pies. Descubrí dónde colocar el pie de apoyo, la inclinación del cuerpo, la posición exacta del pie para golpear o acariciar la pelota. Esa es la magia. El partido agoniza. Brasil carga con toda su artillería contra la valla contraria, pero las marrullerías de Argentina han destruido todos los esfuerzos de los cariocas. Nueva ofensiva. Juanfelizinho corre por la banda. En una genialidad individual, a la que ya nos tiene acostumbrados, se quita la marca y corre hacia el centro como tromba hacia la portería. Enfrenta al último defensa, a punto de quedar solo ante el guardameta. Lo derriban de forma por demás alevosa y antideportiva. El árbitro decreta la falta. Güezhino coloca el balón. Se forma la barrera y la expectación crece en el estadio. El disparo pasa por encima de los defensas… Cuando el balón parecía volar a las tribunas toma un chanfle imposible y se cuela por el ángulo izquierdo. El portero se queda paralizado, el estadio enmudece y yo aún no lo puedo creer. El árbitro pita el final del partido, Brasil acaba de obtener su décimo campeonato del mundo. Desde luego que mi dominio de la técnica no se limitó a esa pelota de niñas. Una vez a la semana nos reuníamos dizque para entrenar, y aprovechaba para familiarizarme con el peso del balón, para afinar lo que había aprendido aquella tarde que cambió mi vida. Aparte, a escondidas (los ojetes de mis hermanos siempre se burlaban de mí, y me consideraban el peor futbolista que hubiera pisado una cancha y ni siquiera me dejaban tocar una pelota) y cuando podía, practicaba. En uno de esos entrenamientos semanales mandé un centro que le gustó al Capi, y me pidió que siguiera tirando la pelota. En el siguiente partido me convertí en el cobrador oficial de los tiros de esquina. Y ahí me tienes, mandando centros para los maletas de mis compañeros, para que todos los desperdiciaran o que se los ganaran los defensores. En los minutos finales (en ese partido no nos estaba yendo tan mal, apenas íbamos perdiendo cuatro cero) hubo otro tiro de esquina a nuestro favor. Acomodo el balón, miro a mis compañeros, a los contrarios, al portero, a la portería, y entonces me llegó la iluminación. Si los delanteros eran tan malos, y ya se habían hartado de desperdiciar todas sus oportunidades (que, para serte sincero, no habían sido muchas), voy a aventarme mi jugada. Calculé todas mis posibilidades, reacomodé el balón, analicé la posición del portero y del resto de los jugadores y vámonos. Le pegué y, como en cámara lenta, seguí la trayectoria del balón. Voló por encima de las cabezas, pasó al portero (que se quedó parado como imbécil), hizo chanfle y se metió por el poste contrario. Desde la esquina levanté las manos y comencé a celebrar como loco. Mis compañeros todavía no se la creían y también se quedaron como estatuas. Los sacó del trance el silbatazo del árbitro. Marcaba saque de meta. ¿Malla? ¿Que el balón se quedó en la malla? Si no estábamos en el estadio, jugábamos en una unidad deportiva municipal, casi en un potrero. Felices estábamos de tener porterías. Como el árbitro no marcó el gol, empecé a reclamar airadamente. Algunos del equipo se me unieron, pero el árbitro necio con su saque de meta. En lo que seguíamos en la alegata el portero aprovechó y despejó. Sus delanteros, prácticamente solos, nos hicieron el quinto y ahí se acabó el partido.