La chimenea apareció como una horrible excrecencia sobre el techo del edificio de departamentos. Estaba justo en mi línea de observación del cielo, línea utilizada por mí, cada día desde mi balcón, con la sana intención de detectar nubes, pájaros, sentir vientos en los movimientos de nubes, avistar aviones, puestas de sol coloreadas con pinceles artistas y otras ambigüedades y accidentes naturales y climatológicos. Ese esperpento, entonces, me ocultaba y arruinaba mi inocente entretenimiento.
En principio me sorprendió y luego del primer fastidio lógico, mi interrogante fue de tipo ecológico, me pregunté cómo dieron permiso para construir esa chimenea en medio de la ciudad… Recuerdo que se prohibieron los incineradores, se machaca con eso de “aire puro”, se prohibió hasta el humo del cigarrillo…
A los dos días del descubrimiento que ya me obsesionaba mi vista, que pocas veces falla, me indica que esa cosa creció en una buena proporción. Y no me equivoco al decirlo porque ahora me tapaba la vista de la grúa gigante que habían instalado a escasos cuatrocientos metros. Se veía ahora sólo la cabina de la pluma, que hacía de pantalla sobre el horizonte oeste.
Pasados otros cuantos días, y no me pregunten cuántos con exactitud porque estoy obnubilado, observé que la parte superior estaba tiznada, lo que equivalía a “ser usada” sin asco. Y entonces, cuánto de aquél hollín estaría en el aire, qué proporción caería en mi jardín, qué cantidad inhalaría en un mes, o en el año hasta llegar a poseer pulmones ahogados con su veneno negro.
Sin quejas barriales y sin denuncias, me encontré solo en esa lucha ecológica a resolver.
Mientras tanto, la chimenea parecía crecer como una Babel que mágica y silenciosamente, noche a noche, se estiraba hacia la estratósfera. Lento e implacable monumento a la fealdad seguía incólume, frente a mí, ocultando aún más el paisaje. De a poco fui perdiendo interés en observar el horizonte, deleitarme o descansar mi vista porque la preocupación por ese tótem me invadió como un tsunami y mi apatía por lo que me rodeaba iba decreciendo hasta hacerse fijo en chimenea, chimenea, chimenea.
Cuando por fin estallé y decidí hacer algo, no encontré colaboradores entre mis vecinos y la mayoría me escuchaban como quien escucha a un loco. “¿Qué chimenea?”, decían. Claro está que su altura, según las autoridades municipales, era tal que no influiría en la salud de los habitantes y el humo quedaría formando parte de las nubes. Ante una respuesta oficial de un empleado no iba a violentarme con él, pero sí de algunas autoridades municipales que casi seguro tendrían buena renta por aprobar, callar y ayudar a asesinarnos silenciosamente.
En mi peregrinaje infructuoso, llegué al Ministerio de Salud con una muestra de aire, que no fue fácil conseguir, ya que los vientos parecían favorecer a la chimenea. Cuando lo conseguí y en el ministerio por compasión a un desequilibrado y obligación me aceptaron la muestra, nunca me devolvieron el informe correspondiente.
En este momento acabo de pagar la última cuota del cerramiento del balcón y la colocación de un espejo retrovisor para poder detectar alguna nube o el paso de algún pájaro (porque supongo que con su instinto la mayoría habrán cambiado de rumbo).
Alguien comentó, después de haber leído mi carta a los lectores, que envié a diarios locales y que por rara casualidad publicaron, que las chimeneas no son patrimonio de mi barrio y que la moda es erigir antenas descomunales que para la mayoría pasaron a nivel de esculturas aéreas.
El año entrante se harán concursos de antenas, donde las formas, luces, remates y colores, competirán por el premio mayor, premio que, opino yo, podría ser una internación para estudiar pulmones y tratamiento gratis para el ganador en el mejor sanatorio de Dubai o Nueva York, con enfermeras de lujo, camas giratorias panorámicas, televisores tridimensionales y comidas exóticas en ambientes climatizados, perfumados y con música funcional… Han pasado cuatro años y no me acostumbro a ese bosque de chimeneas y antenas que modificaron mi paisaje.
Me dicen que no tengo elasticidad, me hablan de tecnología de punta, de comunicaciones. Debe ser cierto, pienso, porque ya tengo los pelos erizados (simil de antenitas). Lo que quiere decir que sí, me adapto.
Pasados unos pocos meses, la densidad del aire cambió y la respiración se hizo dificultosa para el barrio entero. Un gris que viraba a oscuro invadía lento pero persistente en el aire, formando raros dibujos fantasmagóricos. El balcón lo cerré, la proyección del movimiento de las nubes diurnas y nocturnas asustaban. Cada tanto se entreveían las chimeneas que parecían bailar moviéndose en cadencias pendulares con la amenaza de derrumbarse sobre los techos. ¿Imaginación o certeza?
Por las noches soñaba con chimeneas humeantes que aparecían por la ventana y largaban una potente carcajada dentro del dormitorio. Despertaba, entonces, con la angustia hecha sudor. Encendía las luces y a través de la niebla menos espesa que la noche, detectaba luces en los dormitorios vecinos.
La pesadilla duró todo el año y las autoridades daban sus excusas para no cumplir con la promesa de erradicar esos obeliscos industriales que invadían y acosaban lentamente barrio tras barrio. Para las Navidades, el gobierno mandó decorar las antenas con luces multicolores y remataban en estrellas incandescentes, a veces titilantes, que salvaguardaban el espacio aéreo de posibles choques. Mientras tanto, las chimeneas fueron pintadas con pinturas fosforescentes de modo que por la noche se detectaban como cuadros verticales posmodernos.
En cuanto a las pintadas, trajo aparejado el choque verbal y hasta frontal de las barras bravas de los clubes, ya que un despistado pintor apresuró su trabajo usando pinturas que ya tenía asignadas, sin darse cuenta que los colores eran rojo y blanco, perteneciente y representante de uno de los clubes. Ese fatal error costó la lucha encarnizada que fue en aumento hasta lograr los treinta heridos y veintidós contusos en sólo cuatro manzanas del barrio. Comenzó allí una competencia de barrios para saber cuántas chimeneas rojas y blanco o algunas azul y amarillas colmaban el espacio. Por las noches los más fanáticos lograban cambiar los colores con arduo trabajo mancomunado y casi a ciegas donde los faros de los coches y camionetas colaboraban en cada caso.
En la mañana, las luchas, protestas y piquetes, llegaron a taponar las avenidas, y más de un exaltado exhibía un arma para amedrentar a todos, incluidos los inocentes vecinos que estaban tan al margen de la pelea como sorprendidos por los cambios.
Los clubes respectivos tuvieron que intervenir, gastar parte de sus divisas ahorradas durante años para salvar su honor y respetabilidad, contratar a respetados abogados pero con la condición de aceptar los aranceles respectivos.
La policía trataba de permanecer al margen pero atentos a que no se produjeran heridos graves, muertes o secuestros. La televisión, siempre expectante, a la busca de noticias, no tardó en aparecer con sus camiones filmando chimeneas, caras conocidas que opinaban sobre el caso, hacían reportajes a arquitectos, sociólogos y ambientalistas, cuando no a vecinos. Las autoridades estaban tan ocupadas que fue imposible reportearlas.
Un exaltado que nunca falta, pero que además tenía un hijo con asma, otro con erupciones en la cara y ataques de apnea, tomó la resolución de comenzar a bajar chimeneas a pico y cortafierros.
Nadie escuchó los ruidos que rebotaban en las paredes de los edificios, sordera, quizá. Cada noche las oscuras figuras encaramadas a las escaleras de las chimeneas se multiplicaron.
Hoy pude salir a mi balcón y observar cómo se acostaba el sol sobre el lejano horizonte. Un pequeño pájaro se posó sobre la baranda. Cada día dejo semillas de alpiste para invitarlos a compartir mis calmas tardes.