Una noche, por las fechas en que las tropas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional llegaron al Zócalo de la capital del país, escuché un extraño ruido intermitente en un rincón de mi cuarto. Me incorporé alarmado, creyendo que había entrado algún animal a la habitación. Con los ojos alumbrados, como los de un gato en la oscuridad, miré mi rostro en el espejo y pasmado de terror descubrí la fatalidad de mi destino: había caído sobre mí la peste del insomnio.
De inmediato comprendí que era inútil tratar de escapar, mi corazón fatalista me indicó que la enfermedad letal había de perseguirme de todos modos hasta el último rincón de la tierra. Pero lo más temible de la peste del insomnio no era la incapacidad de poder dormir, sino su inevitable evolución hacia una manifestación más crítica: pensar todo el tiempo en ti.
Cuando me acostumbré al estado de eterna vigilia empezaron a borrarse de mi memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último me olvidé de la identidad de las personas e incluso de la conciencia de mi propio ser, hasta llegar a convertirme en una especie de idiota sin pasado, pues todo lo llenabas tú.
Al principio, muerto de risa, consideré que solamente se trataba de una de las tantas dolencias generadas por la incertidumbre de las esperanzas vacías. Y hasta pensé: “Si no puedo volver a dormir, mejor. Así me rendirá más la vida y tendré más tiempo para pensar en ella y escribir”.
El martes 13 de marzo no dormí ni un minuto, pero al día siguiente me sentía tan descansado que se me olvidó la mala noche. A la hora de la comida me sentía muy bien a pesar de haber pasado toda la noche en vela escribiendo un poemario que pensaba regalarte en tu cumpleaños. No me alarmé sino hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarme me sentía tan sin sueño que caí en la cuenta de que llevaba casi cincuenta horas sin dormir. Al cabo de varias semanas, cuando el miedo del insomnio parecía aplacado, me pasé la noche entera dando vueltas en la cama y pensando en ti hasta la desesperación.
Asustado por tu persistente presencia en mis insomnios, le comenté el caso a mi amigo Rafael, que es un médico experto en toda clase de yerbas, el cual me recomendó que todas las noches me tomara un té de cannabis. Pero ni así conseguí dormir, más bien andaba todo el día soñando despierto. En ese estado de alucinada lucidez no solo veía mis propios sueños sino que también veía las imágenes soñadas por ti. Y solo entonces fue cuando comencé a disfrutar los encantados animalitos de caramelo fabricados por las noches en vela. Como un niño, andaba por la casa pensando en ti y chupando los deliciosos peces rosados, los tiernos caballitos amarillos, los verdes gallitos del insomnio.
Cuando el alba me sorprendía despierto me alegraba de no dormir, pues pensaba tanto en ti que el tiempo apenas me alcanzaba. En ocasiones me daban ganas de dormir, no por cansancio sino porque sentía nostalgia de los sueños y porque quería seguir viéndote en ellos. Entonces recurrí a métodos y trucos agotadores que se prolongaban noches enteras. Por ejemplo, frecuentemente me reunía con mis amigos y sus esposas para conversar sin tregua, durante horas y horas les hablaba de ti, desmenuzando tus recuerdos hasta los límites de la exasperación.
En ocasiones me sentaba frente a la ventana para soñar despierto y una noche te soñé vestida de negro. El cuello de tu blusa estaba cerrado por un botón de oro y las oscuras prendas hacían resaltar tus bellos ojos claros. Llevabas un ramo de violetas en tus delicadas manos, separaste una flor y la pusiste en tu cabello que se llenó de estrellas. Envuelta de silencio te acercaste a mí y tus cejas revolotearon como las alas de una gaviota en el cielo de mis ansias agitando los minerales de mi sangre. Quise tocarte pero te desvaneciste en el manso fuego del amanecer.
Cuando mis amigos se dieron cuenta de que la peste del insomnio había invadido mi casa se reunieron para discutir acerca de lo que sabían sobre la enfermedad y tomaron algunas medidas para impedir que el flagelo se contagiara a las casas vecinas. Fue así que Chuy, Luis, Rafa, Ramón, Rubén, Siria, Godi, Yolanda, Carla y Gabi decidieron descolgar todos tus recuerdos de las paredes pues estaban convencidos de que el mal entraba por los ojos. Además, pusieron a la entrada de mi casa una campanita para que advirtiera del padecimiento a los visitantes que, desatendiendo los consejos y súplicas de los centinelas, se atrevían a traspasar el umbral. Posteriormente, cuando mis amigos venían a visitarme, durante su estancia en mi casa no comían ni bebían nada, pues habían llegado a la conclusión de que la enfermedad también se transmitía por la boca y que todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de insomnio. Estas drásticas medidas lograron que la peste se mantuviera circunscrita al perímetro de mi casa.
Tan eficaz fue el remedio que llegó el día en que el insomnio eterno fue algo tan natural para mí que ya nunca volví a preocuparme por la inútil costumbre de dormir y mi cuerpo empezó a existir solo por el fuego de tus ojos.
De un espíritu febril que bailaba en las colinas, sin darme cuenta me transformé en un tronco seco para alimentar a esas dos delicadas e insaciables joyas.
Este texto forma parte del libro de cuentos
Náufragos en el asfalto, de Julio Alberto Valtierra,
que próximamente se publicará en Editorial Olvido.