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Insomnio

José Francisco Cobián Figueroa

Vimos correr la sangre y mancharlo todo. Le brotaba del cuello a borbotones como una fuente roja de caudal infinito. Tú estabas ahí, muy silencioso, sin mostrar emociones: ni sorpresa, ni susto, ni nada. Y ella, tu madre, se moría rápidamente entre estertores y convulsiones. Tenía abiertísimos los ojos; te miraba con incredulidad y rencor. Tal vez ya no te acuerdas. Eras muy pequeño; aunque, a los cuatro años ya es posible que las cosas importantes de la vida se queden para siempre en el recuerdo.

Yo, desde luego, no lo podía concebir. Desperté por el grito de dolor con que ella había llenado el cuarto; a tientas prendí la luz y allí estaban los dos: ella muriendo y tú observando su muerte como se ve un juguete en un aparador. Y tu rostro mudo mostraba una fascinación apenas insinuada.

Supe lo que pasaba. El filoso cuchillo todavía se agitaba en su garganta. Lo aparté sin temor. Impregné mis manos con sangre y agarré el tocador, el televisor, la sábana, el lavabo; quise dejar constancia de haber sido yo el asesino.

Te pregunté: ¿qué hiciste? Y tu respuesta fue: “Jorgito me dijo que la matara”.

Sabíamos que en ti había algo que no estaba bien, pero no imaginábamos qué. Ni siquiera sospechamos que pudieras llegar a tanto.

Tres meses antes, mi amigo Ángel estaba de visita en nuestra casa. Pasó allí varias semanas y fue él quien advirtió tus cambios de conducta. Nos lo dijo pero, la verdad, no le hicimos caso.

Le parecía muy extraña la palidez tan acentuada de tu piel, el escaso apetito que mostrabas, lo profundo que dormías durante el día y la exagerada energía de tus juegos nocturnos.

Tu madre lo atribuyó a que tenías los ciclos cambiados: sueño de día y vigilia durante la noche.

Yo te llevé al doctor. Nos dijo que la palidez podría deberse a un estado de debilidad y anemia. Recomendó que te diéramos unas pastillas y un jarabe, e indicó que se evitara dejarte dormir durante el día, para obligarte a hacerlo de noche.

Efectivamente, no dormías ya de día, pero tampoco en la noche, y tu delgadez y el color encerado de la piel se te hicieron más graves. Te aparecieron ojeras profundas, oscuras, llenas de no sé qué misterio. Mirabas fijo, como pasando por nosotros, y tu mirada helaba de repente.

Abandonamos el tratamiento. Volviste al letargo diurno y a los juegos nocturnos. Todo seguía en ese aparente orden, hasta una noche de agosto en que caía lluvia caudalosa. Llovía con granizo, viento, frío... Despertaste de pronto, sacaste de bajo la cama una pelota de plástico y saliste al patio a jugar en la tormenta.

Había más allá del patio un tejabán lleno de cosas inútiles, cubiertas de polvo y hollín. Nadie las quería mover aunque fuera para tirarlas porque pertenecieron al dueño anterior de la casa y por que acercarse a ellas provocaba una instantánea erección del vello.

Tú nunca mostraste miedo. Nosotros jamás te asustamos con nada para evitar que crecieras prejuicioso, y admitíamos que visitaras el tejabán... Pero esa noche, más negra que ninguna otra, nuestro huésped tampoco podía dormir. Oyó tus juegos, el golpeteo de la pelota, tu risa, la pelota y tu risa, el viento, la lluvia, tu voz, la pelota y la risa...

Salió de su cuarto, fue al patio a buscarte y se sintió poco menos que aterrado de lo que veía.

—Ahí te va —decías, mientras pateabas la pelota—. Pásamela, no te quedes con ella.

Y aquella esfera roja, encendida como brasa, se movía sola con velocidad inaudita, impulsada por una fuerza enorme, y regresaba a ti.

—Va otra vez —gritabas, y una risa estruendosa saltaba de tu boca y rebotaba hiriente en las paredes.

El juguete se suspendía un momento, a veces en el aire, y con un nuevo impulso te encontraba veloz.

No te importaba la lluvia ni el viento helado.

Ángel fue a nuestro cuarto y con voz de angustia espantosa despertó a tu madre y a mí. Habló de lo que había presenciado y se retiró a su habitación.

Tu madre, a medio despertar salió al patio, te pidió que entraras en la casa inmediatamente, pero no obedeciste. Pretendías no oírla. Seguiste hablando solo y lanzando la pelota. Esta, suspendida en el aire, giró violentamente y fue disparada hacia el tejabán, perdiéndose entre aquellos trebejos intocables.

—¡No quiero entrar! —gritabas—. Estoy jugando. Jorgito se enojará; no quiere que me vaya. Míralo, mira qué cara tan dura tiene. ¿Qué dices, Jorgito? Sí, yo creo que eso haremos. Está bien, está bien, pero mañana vendré a seguir el juego.

Seguiste a tu mamá, sin convencimiento. Dejaste que te secara, que te pusiera ropa limpia, que te acostara en la cama hasta que el sueño triunfó sobre ti.

Al día siguiente, Ángel se despidió de nosotros. Dijo que volvería a su casa y que escribiría pronto para estar en contacto. Yo tuve la impresión de que no era el mismo. Algo se había desgranado en su interior. Prácticamente ocultó los ojos para no mirarnos. Pretextó tu sueño para no despedirse de ti. Supe que no deseaba volver a verte. Y no lo ha hecho. En todos estos años, nadie ha sabido de él. Quizá se encuentre muerto.

Aquella nueva noche, dócil como hacía muchos meses no te habíamos visto, te acostaste temprano. Tu madre y yo nos quedamos despiertos hasta que terminó una película que transmitían por televisión y también nos retiramos a descansar.

Tuve un sueño: oía que el viento entraba por toda la casa, que se agitaban las cortinas, se azotaban las ventanas, los vidrios del cristalero golpeaban como locos, platos y vasos chocaban contra el suelo, a lo lejos aullaban y ladraban los perros, un llanto de bebé llenaba los rincones, se metía por la piel y se arrastraba lento en cada hueso...

Alguien me había contado cosas extraordinarias: “En esa casa asustan”; “en donde está fincada, antes fue cementerio. ¿No te ha salido el soldado sin cabeza?”

En diversos momentos estuve a punto de despertar. Solo lo logré cuando el grito desgarrado y horrendo de tu madre me arrancó súbitamente de la pesadilla que me tenía cautivo.

Su sangre manaba a borbotones, le mojaba el cabello y escurría por la cama. Todo lo vi, perplejo.

Sin meditarlo, como en un trance hipnótico aparté el cuchillo de su cuello y la miré morir. Dejé que me inculparan para salvarte. Tú fuiste a casa de mi hermana Sara. Te cuidaron, te trataron bien, te inscribieron en la escuela... Obtuviste siempre los mejores promedios. Nunca preguntaste por nosotros, según ahora sé. ¿Por qué? Tal vez una parte del cerebro se negaba a aceptar nuestra existencia.

Hace apenas un mes me alegró la noticia de tu graduación. “Ah, me dije, tendremos un gran abogado en la familia”. Y hace una semana, tu tía Sara me trajo a conocer las invitaciones de tu boda. Ni idea tienes de todo lo que eso representaba para mí. Pude creer que el sacrificio había valido la pena. Que yo estoy en la cárcel y que tu salud era inmejorable, que pude salvarte. Te hiciste una profesión y estabas a punto de hacerte una familia. ¿No era maravilloso?

Sí, lo era. Pero, hete aquí, conmigo, en esta cárcel pútrida, insoportable, húmeda, llena de bichos, de porquería, de miseria...

Hete aquí, condenado por matar a tu esposa en la noche de bodas. Ahora dime, ¿por qué?

—Jorgito me lo dijo...


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