Este frugal resto que hace suyo cada rincón es acaso nuestra más antigua compañía. Nos alimentó antes del advenimiento de la agricultura, nos cobijó antes de que cierta sofisticación nos impulsara a depurar nuestro sentido arquitectónico, nos ofreció una superficie digna de nuestros primeros apuntes. La materia menos poética fue nuestro sustento por millones de años. Y la sucesión perpetua de avances técnicos no ha conseguido demeritarla. Frente a los esbozos de Babel que pueblan las ciudades, la mirada difícilmente se posa sobre los productos de la naturaleza que logran resguardarse. Pero la piedra, que nunca se ha jactado de sus dimensiones, que ha hecho una ciencia compleja de su multiforme pequeñez, acapara la mirada tarde o temprano. Cómo no sospechar que se trata de un instante de instintivo reconocimiento. Después de inmemoriales épocas de desarrollo conjunto, el antropomorfismo es comprensible e incluso forzoso. La piedra es conclusión provisional: enfriamiento, acopio, metamorfosis. La piedra es parsimonia: abandono de lo superfluo. La piedra es adaptación. Y la piedra también es pasividad encumbrada, indiferencia expuesta a los rigores del entorno, estulticia dotada de inmortalidad, demostración de lo fútil de todo intento por copiar a la naturaleza, aserto de la irreconciliable distancia que nos separa, recordatorio de nuestra abrupta y accidental aparición.