Amor perfecto

               Me desvirgó. Cogimos en mi cuarto en una noche calurosa que mis padres estaban en la finca. Una penetración indolora, lenta y placentera. El resto de la madrugada él acarició incansablemente mi cuerpo, adorando todo, mis pechos que yo temía por demás que fuesen pequeños, mi culo que yo encontraba fofo, mis pies con dedos torcidos. Yo tenía miedo de cómo los hombres juzgarían mi cuerpo, era mi única ansiedad y él la disipó rápidamente en nuestra primera noche en la cama. La primera vez que lo hicimos sin capote, extrañé el sentir aquella verga dentro de mí. Me senté sobre los talones para que todo se escurriese de una vez para fuera. Me sentí ridícula cuando él colocó un pedazo de papel en su mano y luego la puso en medio de mis piernas diciendo, Ey así vas a manchar tu edredón. Sus gestos me sorprendían, trayendo calma y comodidad, siempre yendo a favor de mis expectativas. Días después en un bar una chica llegó vendiendo rosas y por un instante temí que él fuese a darme una rosa, actitud que yo habría considerado estúpida, odio las flores y odio las pendejadas románticas. Él rechazó la rosa e inclusive dijo, Espero que nunca quieras que te dé rosas. No coincidíamos en todo, la verdad teníamos gustos bastante antagónicos para muchas cosas, películas y marcas de cerveza por ejemplo, mas él nunca se mostró preocupado por cambiar mis opiniones, aceptaba mi personalidad, mis errores y mis estados de ánimo con absoluta tolerancia. Cierta vez disipó la vergüenza que tuve por haber llorado frente a él con el acto de lamer mi rostro y tragarse mis lágrimas, mitigando mis momentos de angustia con largos abrazos silenciosos. Una noche que salí sola y lo traicioné por primera vez, me di cuenta que tenía una oportunidad para probar su tolerancia. Le conté todo y, para mi espanto, él apenas movió sus párpados lisos y me dijo que encontraba natural el deseo fuera de la relación, que estaba bajado pero que mi traición no disminuía su amor por mí. Insistí, describí en detalle al chico, los besos y caricias que nos dimos en la pista y esto, en lugar de alterarlo, lo excitó. Acabamos cogiendo y la verdad me gustó. Fue a partir de aquel día que su tolerancia se tornó irritante. Me convencí que debía provocarlo, necesitaba de un poco de odio, tumulto, nuestro amor era demasiado recto. Sólo que no funcionó: soportó mis encabronamientos escandalosos, mis eructos en público, respondió mis agresiones verbales con altura, accedió a todos mis comportamientos. Porque me amaba. Me trataba tan bien. Reaccionaba tan bien a mis expectativas, que su amor comenzó a darme tedio. Se tornó irritante de tan pleno, de tan incorregible. Ahí mismo decidí terminar, mandarlo a la mierda. Y claro, ¡hasta en eso él fue comprensivo! Yo estaba presta a encender el tercer cigarro cuando él reaccionó y fue a darme un abrazo. Respetó mis sentimientos, dijo entender que su amor incondicional me ofendiese. ¡Pero si no era para que lo entendiera! ¡No era para que lo aceptara, coño!, era para sentir odio, para que me odiase, ¡me le fui encima a aquel hijo de puta! Le lancé el teléfono, vasos, libros, sillas, todo sobre él y él los devolvió, me pegó con fuerza, me mandó a la mierda y a cada tentativa mía de aplastarlo él respondió. Lo escupí y él me escupió, le arañé la cara y él me pateó por todo el suelo de la sala, sentí dolor, berreé como una cerda y percibí horrorizada que hasta en aquel mismo momento, ¡por Dios!, estaba haciendo lo que yo esperaba de él; él me estaba dando lo que yo quería…

Del libro Dentes guardados, traducido por Nelson Ordóñez. Publicado con permiso del autor.

 

El contenido de esta página requiere una versión más reciente de Adobe Flash Player.

Obtener Adobe Flash Player